Hace unos 11.000 años, en las tierras que hoy configuran el sudeste de Turquía, el firmamento se alzaba limpio y colmado de destellos, extendiendo su manto frío y negro sobre una pequeña ciudad.
Ulam se detuvo un instante para
depositar la antorcha que le iluminaba en un poste de madera. Luego continuó
caminando a oscuras y recorrió el último tramo de la calle principal.
Ulam lideraba la comunidad que se
había establecido en aquella explanada varias décadas antes, por iniciativa de
su padre y predecesor en el cargo. Había tomado esa decisión conducido por la
providencia divina. Fue una elección acertada que les alejó por un tiempo de la
vida nómada e insegura, les permitió crecer en un entorno estable y vivir de la
caza y de la vegetación que regaban las lluvias estacionales. Era el paraíso. O,
más bien, lo había sido.
Aquella noche, que señalaba el solsticio de invierno, Ulam acariciaba nervioso la empuñadura de su daga sagrada, heredada de su padre, mientras subía las escalinatas que conducían a la Casa del Cielo. Atravesó la entrada del templo y se apostó en el umbral del segundo cerco, un muro compuesto por grandes bloques de piedra. La erosión natural y el tiempo los había tallado, dándoles formas irregulares que los artesanos ancestrales habían sabido ensamblar a la perfección. En la cara interior de las estelas más altas se habían grabado figuras humanoides y animales y otros símbolos que representaban las constelaciones.
La Casa era un santuario consagrado a los cúmulos de estrellas que salpicaban la cúpula que cubría todo. Con los años, la Casa del Cielo se había transformado en una construcción monumental y también solitaria hasta que se empezó a desarrollar la ciudad en torno a ella.
Desde el centro del templo le
contemplaba un hombre altivo y rubio, que vestía una túnica dorada como la
sangre de los dioses. Era el centinela de aquel observatorio astronómico. No
estaba solo. A su alrededor se alineaban un círculo de oradores, hombres y
mujeres, que inclinaron la cabeza a modo de reverencia y se fueron retirando en
fila lentamente hacia la salida para dejarle a solas con Ulam.
-¿Qué lectura has hecho de la
Bóveda Celeste, Oráculo? -le preguntó Ulam con impaciencia, una vez que se
marcharon los oradores.
-Las estrellas muestran señales
del devenir de estas tierras una vez más, Protector -respondió el rubio con
serenidad-. Auguran otro año sin lluvia.
Ulam se mesó la barba
manifestando inquietud.
-¿Sin lluvias? -replicó con
pesadumbre-. El año pasado tu presagio fue más favorable. Predijiste la venida
de precipitaciones después del primer ciclo.
-Así fue. Pero mi vaticinio es
otro ahora.
A Ulam le pareció que el
semblante afeitado del Oráculo expresaba una postura desafiante.
-No me agrada, Oráculo.
-Lo sé, Protector. Pero no hay
otra lectura posible.
-Si no hay lluvias…
-Si no hay lluvias la situación
será insostenible. Tendremos que recuperar los antiguos hábitos y deambular por
montañas y páramos en busca de fortuna.
-Pero… -Ulam vaciló. Sus ojos
volvieron a posarse fijamente en el Oráculo-. No, no podemos hacer eso.
-No hacerlo nos condenaría a
todos.
Perder el asentamiento
significaba para Ulam renunciar al poder que había atesorado, la omnipotencia que
le habían legado sus padres. Ulam blandió la daga y la hundió rápidamente en el
vientre del desconcertado clarividente. La sangre tiñó la túnica.
-La traición no tiene absolución
-dijo Ulam con firmeza-. El Oráculo debe ser reemplazado.
***
Esto aconteció en el complejo ubicado
en lo que hoy conocemos como el yacimiento de Göbekli Tepe, la Colina del
Ombligo.

