Cada vez que llega esta fecha (el 11S) me digo lo mismo: "¡Maldita sea, no podía haber ocurrido otro día!" Es un sentimiento completamente egoísta, pero de fácil justificación. Y al expresarlo no puedo dejar de sentir cierto remordimiento, recordando a todos aquellos que, de repente, vieron cómo sus vidas cambiaban bruscamente para siempre. O simplemente vieron con pavor cómo sus vidas se extinguían. Porque muchos de los que estaban atrapados en el WTC, antes de arrojarse al vacío o antes de perecer abrasados o triturados por la estructura al derrumbarse, sintieron cómo transcurrían pesadamente los últimos minutos de sus vidas.
Hoy, dentro de unas cuatro horas, se cumplirán siete años del momento en que, felizmente, contraje matrimonio. Todos los años mi mujer y yo celebramos con alegría nuestro 11S particular, aunque desde hace cinco quedó marcado por la tragedia.
Decían en la televisión que es raro encontrar a alguien que no recuerde dónde estaba ese 11S. Seguramente es cierto. En mi caso, estaba celebrando mi segundo aniversario, concretamente en Estambul. Imaginaos cómo nos sentimos al saber lo que estaba sucediendo, estando en un país musulmán (aunque oficialmente se consideren un país laico). Esa noche fuimos al famoso barrio de Kumkapi a cenar pescado y apenas había turistas en los restaurantes. Casi todos seguían viendo las noticias, encerrados en sus habitaciones. El resentimiento era común, pero no podíamos quedarnos en el hotel.
También nos han contado que el número de víctimas de los atentados sigue aumentando, a causa del polvo tóxico y las cenizas que respiraron, a pesar de la protección de las máscaras antigás que usaron. Muchos de los voluntarios que retiraron escombros mientras perduró la nube de polvo y cenizas hoy han perdido capacidad pulmonar, han contraído alguna enfermedad respiratoria o sufren de cáncer. Sin embargo, no han hablado de cifras, seguramente para no quitarle valor a los casi tres mil fallecidos del WTC y los otros aviones estrellados.
Y la coletilla más usada es, cómo no, que aquel día el mundo cambió para todos. Ahora ya no nos sentimos tan seguros cuando viajamos, o no confiamos en el vecino de al lado. En realidad, eso no es lo peor, porque cuando viajamos nuestro autobús se puede salir de la carretera o nuestro avión puede perder el tren de aterrizaje, sin necesidad de que intervengan los terroristas. Y nuestro vecino puede ser todo un hijo de su madre sin que esté adscrito a ningún clan fanático y peligroso. Lo peor es que desde aquel día todos y cada uno de nosotros, lo queramos o no, odiamos más profundamente, pero no sabemos hacia qué o quién enfocar ese odio. ¿El enemigo invisible? ¿Quién es el verdadero enemigo invisible?
Apuntes y excentricidades de un escritor. Un rincón para quienes quieran comentar algo de literatura... y otros temas, ¿por qué no?
lunes, 18 de septiembre de 2006
Reflexiones de un ególatra: el día que, dicen, cambió el mundo
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