En mi última reflexión hablaba de prejuicios y de que todos los tenemos. En efecto, los tienen incluso aquellos que, por su delicado oficio, deberían mantenerse siempre incólumes, objetivos y fríos. Me refiero concretamente a los profesionales sanitarios en general. Por supuesto, abundan quienes se entregan a su carrera con vocación y sentimiento, marcando claramente la línea entre el deber y la proximidad al paciente, para no ser demasiado vulnerables frente al dolor ajeno, pero sin dejar de dar la atención solidaria y afectuosa a quien la necesita. Pero, a menudo, cuando acudimos a la consulta de un médico -al menos, a mí me ha ocurrido con frecuencia-, lo que encontramos al otro lado del escritorio es una persona con prejuicios, muchos más que nosotros mismos.
Nosotros, los pacientes, entramos en su despacho un poco atolondrados. Para empezar, el color blanco de las sábanas de la camilla, de las cortinas, de la bata, de algún que otro mueble, es tan simbólico e intenso que nos abruma, nos intimida y nos prepara psicológicamente para el enfrentamiento con el profesional con la guardia baja. Vamos al médico casi siempre con el respecto ancestral de quien recurre al curandero de la tribu, el único que puede rescatarnos de nuestra enfermedad y liberarnos del mal. Y así es. Suelen tener las herramientas para conseguirlo. Aunque no olvidemos que el propio enfermo tiene mucho que decir.
Pero, mientras que el hecho de visitar al médico y tener confianza ciega en él para el paciente es un acto de fe, hasta el extremo de admitir que nos conoce mejor que nosotros mismos, aunque sea la primera vez que nos ve, para el médico es obvio que siempre exageramos (somos aprensivos), no contamos la realidad tal como es (no sabemos expresar nuestro malestar), no sabemos exactamente lo que nos pasa (no conocemos las reacciones de nuestro organismo) o bien no tenemos experiencia (somos neófitos en la materia, es decir, novatos).
Este exceso de seguridad delata el riesgo que existe de que las cosas se tuerzan y la decisión adoptada para resolver el caso no resulte eficaz. Como todo el mundo, los médicos se equivocan. Desgraciadamente, creo que con demasiada frecuencia. Afortunadamente, no les ocurre lo mismo a los pilotos de avión, a los controladores aéreos, a los gruístas, a los conductores de transportes pesados... aunque no dudéis que también cometen errores mientras desempeñan su trabajo.
En el caso del personal sanitario, puedo explicar esta situación con varios ejemplos personales. Tengo la suerte, hasta el momento, de gozar de una salud aceptable. Nunca he pasado por un quirófano, las enfermedades por las que he pasado no han durado más de lo usual en otras personas, apenas sufro dolores de cabeza o musculares y tampoco me quejo mucho de las molestias que pueda sentir. Tal vez por eso, voy poco al médico y, cuando algo me está haciendo daño de verdad, no dudo en pedir cita o correr a la puerta de Urgencias de mi hospital.
1) Una vez, fui cojeando hasta el médico de Urgencias del Centro de Salud porque me habían pisado esa tarde jugando al fútbol y me dolía terriblemente el dedo gordo del pie derecho. El médico de guardia me instó a quitarme el calzado (no me lo pidió, lo exigió con desgana), le echó un vistazo rápido al pie y me dijo que en dos o tres días se me caería la uña, que era algo normal. Le quitó importancia y me trató como si fuera un quejica. Pero el dolor era tan intenso que no me quedé convencido en absoluto y, de inmediato, me dirigí a las Urgencias del hospital más cercano. Allí notaron enseguida que tenía una infección en el dedo y tuvieron que perforarme la uña para que expulsara el pus. Curado en menos de media hora. Según el primer médico, ¿tenía que esperar a que se me pudriera el dedo para que se me cayera junto con la uña?
2) Hace unos dos años, mi mujer visitaba al pediatra del Centro de Salud que nos correspondía entonces prácticamente todas las semanas, porque nuestra hija pilló un catarro al terminar el verano y no lo soltaba. Además, apenas ganaba peso y cada vez estaba más delgada. Para nosotros era palpable que no estaba evolucionando bien. El pediatra que la atendía le quitaba importancia y lo consideraba dentro de la normalidad, pese a que la niña cada vez estaba más baja en percentiles. Recetaba los remedios comunes para el resfriado y ya está. La niña se debilitaba por semanas y cuando no era un constipado, sufría una gastroenteritis. La última vez que visitamos a ese pediatra, su actitud volvió a ser la misma, aunque la gravedad de la niña ya era notable. Una semana después, en lugar de volver a su consulta, mi mujer corrió a Urgencias del hospital que nos correspondía y justo después de que decidieran ingresarla (más por la angustia de mi mujer que por el estado de la niña), Irene se desmayó. Hubo quien pensó que había fallecido. No tardó en recobrarse del desvanecimiento, pero gracias a esta fatalidad todo el equipo de pediatría le prestó especial atención durante la semana que permaneció en el hospital, hasta que empezó a recuperarse. Aunque solo pasó una semana allí, no se le dio el alta definitiva hasta cuatro meses después. Como consecuencia de este episodio, aparte de que se diagnosticó el verdadero problema de la niña, pudimos cambiar de pediatra. ¿Habríamos perdido a nuestra hija de seguir los consejos del pediatra que la atendía habitualmente?
3) Hace dos años pedí cita a mi médico porque tenía la garganta muy inflamada, no dejaba de toser y me dolía constantemente a pesar de los analgésicos y antiinflamatorios. Además, Irene había pasado una faringitis bacteriana y pensé que posiblemente me había contagiado. Así lo expliqué al doctor, pero este, desde el primer momento, decidió que lo mío era una faringitis crónica vírica. Volvió a insistir en ello tres meses después, cuando volví con los mismos síntomas. Aunque mejoré durante un tiempo, la afección regresó e incluso me puse peor. Mi calidad de vida dejaba mucho que desear. Así que pedí cita a otro médico. Le conté mi historia y se tomó mi caso en serio. Aparte de pedir que me hicieran unas pruebas, optó por recetarme antibióticos. Y me curé al cabo de una semana, permanentemente. Conclusión: Tenía una infección bacteriana en la garganta desde hacía año y medio.
Los prejuicios pueden pagarse caros. Por favor, seamos todos razonables y humildes.
Apuntes y excentricidades de un escritor. Un rincón para quienes quieran comentar algo de literatura... y otros temas, ¿por qué no?
viernes, 22 de octubre de 2010
Reflexiones de un ególatra: Prejuicios con riesgo
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2 comentarios:
Es-ca-lo-fri-an-te.
Coincido con todas las opiniones vertidas en este post al 183% (approx).
Un abrazo, amigo.
PD: Por cierto, ¡he abierto un blog! Puedes pasarte por allí si te apetece. :)
Me quedo con esto
"Los prejuicios pueden pagarse caros"
Misk
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