Manuel Cortés es uno de esos numerosos escritores-lectores a los que tuve la suerte de conocer a través del foro ¡¡Ábrete, libro!!. Hemos intercambiado pocas palabras y casi todas ellas debidas a nuestros hijos carnales, no a los hijos de papel, que podrían haber constituido el tema principal entre dos personas que se dedican a escribir. Sin embargo, sé que es un hombre especialmente comprometido con sus principios y con los valores que querría inculcar en este mundo.
Como muchos otros autores, tiene otra profesión: es especialista en medicina preventiva. Además, colabora con la ONG Aldeas Infantiles SOS. Pero, sobre todo, es narrador de cuentos, como ha demostrado en sus obras El amor azul marino, con el que obtuvo el Premio Literario Amares 2005, Cartas para un país sin magia y Mi planeta de chocolate, finalista del II Premio Internacional Vivendia de Relato.
Hoy os traigo uno de sus relatos. Me lo proporcionó hace meses, pero ya sabéis lo poco que puedo dedicarme últimamente a mi rincón virtual. No obstante, nunca olvidé la deuda que contraje con él. De manera, que disfrutad con El amor azul marino, cuento que da título a su primer libro:
Dios hizo el mundo en seis días y el séptimo descansó. En un alarde de imaginación creó las estrellas, las nubes, el hombre, la mujer. Apenas había dormido y, sumido en su cansancio, se acostó sin pintar las cosas.
Paradójicamente había creado el Arco iris, y en él cada uno de los colores. Sin embargo, el resto del mundo se debatía en una gama de grises impropia de un trabajo tan extraordinario.
Aquellos colores decidieron avisar al Señor de tal circunstancia, advirtiendo que el universo sería más bonito si pudieran pintarlo a su albedrío. Pero Él dormía plácidamente y no le quisieron despertar.
Fue entonces cuando al Fucsia, el más original entre ellos, se le ocurrió una idea estupenda:
-¿Por qué no lo pintamos nosotros y sorprendemos a Dios cuando se despierte?
Su iniciativa fue acogida con alegría y todos los colores expandieron sus pinceles: sobre los ríos, las estrellas, los amaneceres. Aunque, sin orden alguno, superpusieron sus tonalidades llenando la galaxia de borrones.
Fue entonces cuando el Fucsia, el más original entre ellos, tuvo una nueva ocurrencia:
-Haremos un sorteo de manera que cada uno de nosotros, conforme vaya saliendo, pintará con su gama aquel objeto que elija.
Pese a las reticencias del Gris, rey de reyes en un país de claroscuros, la idea fue aprobada por mayoría. Así que metieron el nombre de cada color en una saca y dio comienzo el sorteo.
El primero en salir fue el Azul:
-¡Qué suerte la mía! -dijo dando saltos de contento-. Porque yo quería pintar el mar…
Y el Azul pintó el mar.
El segundo fue el Verde:
-¡Qué suerte la mía! -repetiría también con regocijo-. Porque yo quería pintar los campos en primavera…
Y el Verde pintó los campos en primavera.
Tercero, el Amarillo:
-¡Qué suerte la mía! Porque yo quería pintar el sol…
Y el Amarillo pintó el sol.
Y así, uno a uno, fueron saliendo todos los colores para acabar rotulando todas las cosas.
¡Qué bonito ha quedado el mundo! Tan lleno de luces, contrastes, tonalidades. Pero Dios seguía durmiendo.
-¿Qué hacemos?, ¿le despertamos?
-No -dijo el Fucsia, el más original entre ellos-. ¿Por qué no hacemos tiempo y pintamos también los sentimientos? Así su sorpresa será mayor cuando se despierte.
El Gris objetó pues, en su opinión, algo tan banal no merece semejante privilegio. Sin embargo, la propuesta fue aprobada por mayoría.
Decidieron entonces utilizar el mismo sistema que el habido para las cosas. De manera que, tras meter el nombre de cada color en una saca, dio comienzo otro sorteo.
Esta vez, el primero en salir fue el Rojo:
-¡Qué suerte la mía! -exclamó satisfecho-. Porque yo quería pintar la pasión…
Y el Rojo pintó la pasión.
El siguiente fue el Verde.
-¡Qué suerte la mía! Porque yo quería pintar la esperanza…
Y el Verde pintó la esperanza.
En tercer lugar salió el Gris que, ante su enfado, decidió colorear la Indiferencia (por eso las personas indiferentes resultan ser tan grises). Y así, uno a uno, fueron asomando los colores hasta llegar al que cerraba lista.
En esta ocasión, y a diferencia de lo ocurrido en el primer sorteo, el Azul salió en último lugar correspondiéndole el único sentimiento que faltaba por escoger. El más esquivo, el más complejo, el menos maleable: el Amor.
Cuando el Creador despertó de su letargo quedó admirado con lo que contemplaba. Su obra era un panel de contrastes que desbordaba belleza por todas sus aristas. Tal vez Él habría teñido el cielo de Naranjas o la amistad con tintes Violetas, pero quiso respetar lo que en su reposo le había regalado el Arco iris. Tan sólo pidió a sus colores que siempre, en cada momento, fueran coherentes con la elección que hubiesen realizado.
Por eso el Amor y el Mar son tan similares; porque ambos fueron elegidos por un color que nunca se olvidó de aquella petición: el Azul. Ambos son fuentes de vida y, pese a ello, capaces de matar. Sucumben al hechizo de la luna, dan coartada a los amantes, inspiran a los poetas que pretenden describirlos, a los pintores que tratamos de plasmarlo.
Y por ello, cuando un mar o un amor nace, constituye para todos un motivo de alegría.
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