Érase una vez un pepino que reposaba tranquilo en una mata de un huerto almeriense. Cuando estaba a pocos días de encontrarse completamente maduro, lo arrancaron de la planta a la que estaba sujeto y lo echaron en un cesto. El pepino estaba confuso, pero ninguno de los otros pepinos amontonados, por debajo y por encima, con él supo aclararle la situación.
No pasó mucho tiempo antes de verse deslizándose por una cinta de goma. Cuando llegó a manos de un ser humano, este lo lavó. Otro lo secó. Y otro lo envolvió con una fina lámina de plástico y lo metió en una caja junto con otros colegas que ya estaban esperándole. Intentó comunicarse con ellos, pero era difícil hacerlo a través de aquella piel artificial que le habían puesto. Además, estaban muy apretados, unos contra otros.
No obstante, el viaje en camión hasta Hamburgo resultó entretenido, porque intentó descifrar todo el tiempo lo que decían los otros y, a su vez, hacerse entender. Al final lo fue consiguiendo. Por otra parte, hacía un poco de frío dentro del camión, pero la temperatura empezó a bajar paulatinamente y el pepino comenzó a sentir unas extrañas cosquillas.
Se rumoreaba que los llevaban a un matadero. Otros pepinos decían que iban de camino del paraíso o de Pepinolandia. Alguno insinuó que se encontrarían con el Gran Pepino.
A punto de rozar el aburrimiento, el caminó se detuvo una vez más, pero en esta ocasión definitivamente, pues abrieron las puertas del compartimento en el que estaban y empezaron a bajar las cajas de pepinos. Unos hombres vaciaban la cámara, ayudados por un enorme artefacto con ruedas que desplazaba las cajas hasta un almacén cercano. Lamentablemente, la caja en la que viajaba nuestro pepino había quedado mal colocada y terminó cayendo al suelo estrepitosamente. Todos los pepinos que le acompañaban se desparramaron con él por el suelo enfangado, creyéndose libres. Pero los operarios los recogieron de los charcos, que no olían muy bien, para devolverlos a la caja.
Inexplicablemente, nuestro pepino volvió a sentir cosquillas en todo el cuerpo. Algo se había colado a través de la envoltura de plástico que le habían ceñido y que se había soltado en la caída.
Se sintió un poco sucio. Pero esa sensación no duró mucho, porque volvieron a ponerlo sobre una cinta deslizante y les dieron un buen baño. Cuando le tocaba a él y a los que le rodeaban, pasó algo extraño. Durante el viaje, le había dado tiempo de aprender algo de alemán gracias a unas hortalizas del terreno que habían cargado en el camión en una de las paradas. Por eso pudo entender lo que gritó alguien en ese idioma justo cuando dejó de llover agua sobre ellos: “¡Te has equivocado! ¡Has abierto el grifo que no era!” Así que el agua volvió a salir unos segundos después, con un agua mucho más limpia.
Al día siguiente, ya sin plásticos ni envoltorios, nuestro pepino lucía su precioso cuerpo verde y brillante en el puesto de un frutero. Tenía tan buen aspecto que no tardaron en interesarse por él. Una señora lo escogió y lo compró. Más tarde, lo partió en rodajas, algo raro y escalofriante para un pepino, y pasó a formar parte de una apetitosa ensalada.
Pero algo no fue como era de esperar. La señora que se lo comió, se puso muy enferma y murió. Y, aunque ya nunca lo supo, porque del pepino no quedó ni rastro, fue acusado de asesinato.
¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen! ¿O sí?
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