Ayer volví a sentir esa temible nostalgia que siempre
sobreviene cuando me alejo de mi familia y sé que voy a pasar unos días
apartado de ellos. Cómo los echo de menos y añoro los felices momentos del
fin de semana. Solo será hasta el jueves, probablemente, pero dependo tanto de
poder verlos, de su contacto y su cariño…
Conducía solo por la autopista A6 portuguesa, en dirección a
Lisboa, desde Badajoz, e iba escuchando música para distraerme, mientras mi
mente maquinaba la solución a alguna tarea pendiente, lo que me mantenía lo
suficientemente ocupado para no pensar constantemente en las caritas de mis
hijos y en la sonrisa de mi mujer. Estaba atardeciendo y el sol se escondía
parcialmente entre las nubes que avecinaban la lluvia que llegó más tarde.
Entonces, ocurrieron dos cosas que me llamaron poderosamente
la atención. Primero, un delgado rayo de sol se filtró entre las nubes y fue a posarse
durante un minuto aproximadamente sobre el capó de mi coche.
Esto no era
extraño de por sí y es algo que sucede a menudo. Pero lo que me sorprendió es que el rayo
de luz parecía curvarse como el hilo de una telaraña adherida al auto. Por un
momento fue como si el cielo hubiera sacado la caña de pescar e intentara atraparme
con su sedal enganchado al vehículo. Supongo que fue un efecto óptico o la refracción en el cristal
del parabrisas. Pero su duración me permitió maravillarme y preguntarme si no
había algo de magia en aquel pequeño fenómeno natural.
Al cabo de unos minutos, mientras aguardaba con ilusión que
aquello se repitiera (no volvió a pasar, pese a que las circunstancias
atmosféricas no habían cambiado, y los siguientes rayos de sol se posaron en perfecta y rigurosa rectitud), observé cómo dos pequeños animales se
paseaban por el carril izquierdo de mi lado de la autopista. Pasé a su lado a
toda velocidad (la velocidad permitida, ojo), pero tuve tiempo de apreciar que
se trataba de dos perdices que ni se inmutaron a mi paso y seguían caminando
tranquilamente como si estuvieran en medio de un herbazal. La verdad es que no había mucho tráfico, pero quedé asombrado
de que los dos pájaros continuaran a su aire, expuestos a que los atropellaran.
Ya no tengo nada más que contar, salvo que el resto del
viaje transcurrió con monotonía y normalidad, pues los pueblos amurallados y
con fortalezas que bordean la autopista, como Evoramonte, Estremoz o
Montemor-o-Novo, ya habían quedado atrás. Al cabo de unos tres cuartos de hora
alcancé mi destino y me metí en el hotel. Justo entonces se precipitó un fuerte
chaparrón que ya se había apagado cuando volví a salir para buscar
mi cena en el restaurante de El chico de
Porto. Entonces volvió un poco la melancolía, porque hacía un mes que había
estado allí con mi mujer y mis niños y nos habíamos divertido mucho, comiendo pescado de calidad. Al menos,
había podido hablar con ellos e incluso verlos a través de Skype (para eso está
la tecnología).
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