Érase una vez, un bolso azul marino, lleno de biberones y pañales, que quedó olvidado en el portaequipajes de un tren procedente de Sevilla. Cuando sus dueños se percataron de la pérdida, acudieron al revisor del tren que les llevaba desde Madrid hacia Valladolid y aquel hombre agradable, vestido con un uniforme oscuro y una sonrisa afable, llamó por la línea interna a la estación de Atocha, confirmando que habían recogido aquel bolso en el coche indicado y quedaría depositado en objetos perdidos.
Al día siguiente, un amigo de los dueños del bolso, que viajaba también desde Sevilla hacia Valladolid, pasando por Madrid, se acercó a la oficina de objetos perdidos de larga distancia para recogerlo. Pero, aunque la oficina permanecía abierta hasta las ocho de la tarde, solo entregaban objetos perdidos hasta las cinco, pues más allá de esa hora no accedían al almacén. Lo cierto es que el buen amigo de los dueños se tuvo que ir con las manos vacías y no pudo cumplir el favor que le habían pedido.
Pasado otro día, los dueños del bolso visitaron la oficina de atención al cliente de la estación de su ciudad, pero sin éxito en su intento. No había manera de recuperar el bolso si no se personaban en Madrid, donde había quedado. Una normativa vigente desde hacía unos cuantos años impedía transportar equipaje sin pasajeros. Al parecer, la compañía de ferrocarril no sabía cómo aplicar los servicios de valija o mensajería interna. Ni siquiera se les había ocurrido cobrar por un servicio así a los clientes que, desesperados, solo pretendían recuperar sus pertenencias y ser satisfechos. La única posibilidad era contratar una agencia de mensajería que se encargara de recoger en Madrid el bolso.
Pero la agencia de mensajería exigía que los dueños contactaran con la oficina de objetos perdidos, consiguieran el número de referencia del bolso como objeto perdido y les enviaran una autorización firmada.
Distintos teléfonos, muchísimas llamadas, pero no existía ninguna forma de hablar con la oficina de objetos perdidos. No había ningún número para contactar con ellos y así lo afirmaban, descaradamente, desde los teléfonos de atención al cliente de la compañía ferroviaria. El noble señor de la oficina de objetos perdidos de Cercanías de Atocha confirmó que los responsables de objetos perdidos de larga distancia estaban en sus puestos, pero, aunque desocupados, se negaban a atender las llamadas que recibían, aunque el número de teléfono figuraba claramente en la caseta y el aparato no paraba de sonar. Les facilitó dicho número, incitándoles a insistir hasta que les respondieran, pero fue inútil. El bolso estaba perdido en la oficina de objetos perdidos. Parecía irrecuperable.
Así que no era posible hablar con nadie para enviar un mensajero que recogiera por ellos el bolso. ¿Qué solución quedaba?
Al día siguiente, una simpática y voluntariosa amiga residente en Madrid acudió a la estación y recogió el bolso azul marino, catalogado como un bolso de color negro, lo que pudo representar un auténtico problema de identificación al buscarlo en el almacén. Pero el bolso azul marino llegó a manos de esta joven por fin y pudo enviarlo a sus dueños. La historia tuvo un final feliz. El objeto perdido fue reencontrado y recuperado.
Conclusión: Hay que tener amigos en todas partes.
Basado en una historia real...
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