Un día entró en ¡¡Ábrete, libro!! y empezó a deleitarnos con sus composiciones. Otro día, algo más tarde, una amiga común le regaló Ladrones de Atlántida, lo leyó y le gustó. Tanto como para querer entrevistarme en su propio blog. Como si estuviera relatándonos un cuento, Fernando nos introduce en un fragmento de su memoria y nos dice de él mismo:
"Como aquellos entrañables personajes de las películas de Ford que eran medio irlandeses, yo soy medio gallego. Mis raíces se hunden en aquella tierra, una tierra que me acogió y cobijó en los dos meses de vacaciones que vivíamos en las aldeas de mis padres en Lugo. Para un niño no había mejor lugar donde soñar cientos de aventuras que un pedazo de tierra olvidada del mundo, rodeada de docenas de modestos montes que parecían escondernos de la vida. Ya las casas eran diferentes a las que veía acá. No eran bloques de cemento y ladrillo imitando a la torre de babel en su loca carrera hacia el cielo. No. Las casas, solitarias, de aspecto inquebrantable, tenían personalidad, parecían que estaban en consonancia con sus moradores. Siempre me pareció curioso que al lado de la puerta principal estuviera la puerta del establo, que las vacas y las personas se confundieran en algunos momentos del día.
Recuerdo aquellas aldeas y sólo puedo definirlas como mágicas. Los caminos estaban iluminados por la luz humilde de las luciérnagas, pequeños puntos verdes que parecían moverse con el paso de las estrellas, las casas abandonadas llamaban nuestra atención y nos descubrían temores desconocidos, la escuela en ruinas, solo dos paredes hundidas en la tierra, nos hablaba de otra época donde los niños de todas las edades se juntaban antes de trabajar en el campo. Allí olvidaba la rutina de los estudios y los patios de colegio, me sentí mayor, hombre, en plena adolescencia, cuando acompañaba a mis primos a trabajar en la hierba seca o a recoger hierba verde para las vacas y yo regresaba en el remolque del tractor, subido a una altura que me hacía sentir inalcanzable.
Pasé un decenio sin pisar los prados de la Ribeira, sin ver las caras curtidas y ajadas de mis abuelos y tíos. Regresé con 29 años, con una permanente sensación de pérdida, y pude ver los paisajes de mi infancia con mi mirada de adulto. Y todo aquello, los paisajes, las personas, los recuerdos, crecieron, se asentaron para siempre en mí. Tal vez por eso me atraen tanto las historias de regresos, confrontar el pasado en un presente herido, buscar un refugio donde restañar las heridas para seguir adelante."
Sus relatos siempre me gustaron, así que he aprovechado la ocasión para pedirle uno prestado:
Estaba apoyado en la valla de madera, esperando que la niña desaliñada e indomable apareciera en el parque de juegos. Solía fijarme en ella en los recreos. Cuando jugábamos al escondite o al fútbol o al corre que te pillo ella se quedaba sentada en una esquina, sola, siempre sola, leyendo un libro de páginas usadas y grasientas. Me gustaba observar cómo pasaba la mirada veloz por las frases desconocidas y aprender los cambios en la expresión de su cuerpo que iban de la comicidad de una sonrisa sincera a la evidente tristeza que le hacía detener el paso de una página a otra como si tuviera miedo a descubrir cómo seguía la historia, pasando por los nervios de unos dedos que apretaban con pasión el desvencijado libro o la mirada que parecía estar muy lejos del recreo. No se parecía a las otras niñas, era fuerte, decidida e impulsiva, vestía de manera desordenada y su melena se asilvestraba en torno a su blanca cara, casi tapaba sus ojos, curiosos y aventureros y enormes, profundos y negros como un pozo, y sus labios agrietados, intransigentes, nunca se separaban. Su atracción en mí era imparable, tanto, que me convertí en su sombra. Vivía en una casa de dos pisos, con un pequeño jardín a la entrada con una de esas antiguas fuentes manuales junto a un modesto abrevadero pero sin columpios o juguetes esparcidos por el suelo, sólo un par de árboles que utilizaba como refugio en las noches de calor y luna llena y una hamaca donde se tumbaba a leer esos libros que devoraba. Al atardecer iba al parque de juegos para columpiarse. Lo hacía con fuerza, como si quisiera alcanzar el cielo y, cuando tomaba suficiente impulso, se lanzaba al vacío y caía de pie sobre la tierra. Siempre de pie. Realizaba una marca en el suelo sólo perceptible para ella. Y cada día la marca se acercaba a la valla.
Esa tarde el viento era extraño, golpeaba sin orden, a ráfagas violentas y si eras un niño descuidado y torpe como yo acababas tropezando y cayendo de bruces sobre el suelo. Salió de entre los árboles. Me miró, sorprendida, porque por primera vez había decidido hacerme presente. Llevaba un vestido azul claro que le llegaba a los delgados y fibrosos muslos. Cada dos pasos se detenía para subirse los tirantes que le resbalaban por el hombro. Se acomodó en el columpio, se agarró con energía, tomó impulso, estiró las piernas y empezó a volar. Poco a poco alcanzaba la altura máxima. Sentí que su figura se fundía con el cielo. Entonces, cuando veía que no podría subir más, saltó. Pero el viento indeciso la hizo perder el equilibrio y cayó de rodillas sobre la tierra. Y gritó de dolor. Se retorció en el suelo, llorando con rabia. Olvidé mi condición de sombra y me acerqué a ella. Vi a su lado una botella rota salpicada con la sangre que manaba incansable de una honda herida en su rodilla. Miré alrededor, buscando una solución mágica que me permitiera ayudar a la niña desaliñada e indomable. Pero sólo era un niño de 10 años sin experiencia. Puse mis manos en su rodilla esperando cortar el río de sangre y mis manos se empaparon de un rojo oscuro. Al ver mis manos bañadas con su sangre me las llevé a la boca y lamí mis dedos y las palmas de mis manos y sentí cómo su sangre bajaba por mi garganta con un sabor agridulce que me tomó por completo. Me miró con asombro y expectación, parecía querer adivinar cuál iba a ser mi siguiente paso. La ayudé a levantarse. No podía andar. Así que la cargué sobre mi espalda. Andaba a duras penas entre su peso y las ráfagas inesperadas de viento pero sentía su melena asilvestrada confundida con la mía, su aliento que me acariciaba la nuca, las manos sobre mi pecho y mis manos en sus piernas. Y en ese preciso instante supe que no podría amar a otra niña más que a ella. Y susurré, te amaré siempre... Llegamos a la fuente de su casa. La dejé con cuidado sobre el suelo y utilizando mis manos como cuenco pasé el agua fresca sobre su herida con mimo y cuidado. Descubrí que tenía forma de ojo egipcio, como en esas ilustraciones de los libros de arte que ojeaba distraído en las tardes de tormenta. Su madre tomó mi lugar. Y me alejé corriendo.
Han pasado 20 años de aquel día, he ido a la deriva en media docena de ocasiones y me he perdido en otra media. Ahora no hay tierra en el parque de juegos y sí estrafalarios cuadros de goma para evitar heridas, los columpios son nuevos, lustrosos, metálicos, el bosque circundante ha menguado y yo, cada atardecer, espero a esa niña que me hizo regresar para cumplir mi promesa de amarla siempre.
1 comentario:
Que relato!! Que manera de narrar!! Me he sentido en el parque de juegos, frente a la niña, con el viento en el rostro, mientras era testigo de los acontecimientos.
Que ternura encierran las palabras!!
Gracias por ponerlo aqui Jose Angel! Gracias por hacer que llegara a nuestras manos!!
Saludos!
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