A David Mateo se le conoce también como Tobías Grumm, sobrenombre que utiliza en la célebre saga La tierra del dragón, que ya va por el tercer volumen y que va a llegar a Iberoamérica dentro de poco, según ha anunciado en su blog. Le conocí durante una HispaCon, la celebrada en Dos Hermanas, aunque entonces no pudimos cruzar palabra. Desde nuestra colaboración para el II Encuentro de Literatura Fantástica nos une una sincera amistad (sí, escribiendo y leyendo se hacen buenos amigos), una amistad que nos ha llevado a reencontrarnos en otros proyectos. Hoy le dedico un hueco en este rincón de internet y para ello publico el relato que me ha cedido, Nickelodeon, uno de los publicados más recientemente (apareció en la antología Mis pequeños grandes cuentos). David, que tengas más suerte aún y gracias por tu apoyo.
Nickelodeon
La encontré en un convento situado a las afueras de Nueva York, a mediados de 1910; por entonces ya me sentía embargado por una intensa depresión que mermaba mi ímpetu creativo. Los Estudios Edison habían rechazado mis tres últimos trabajos, algo que por otro lado no me cogió por sorpresa, pues ni yo mismo había quedado satisfecho con ellos. Desesperado por encontrar una solución a mis problemas, recorrí extraños barrios y oscuros suburbios, siempre en busca de la chispa furtiva que acabara por despertar ese afán que parecía haber abandonado mi subconsciente. Pero toda imagen que pasaba por mi retina me parecía pueril y anodina, un remedo insustancial de mil diapositivas que ya habían desfilado ante la lente de mi cámara. Finalmente, fue la Madre Superiora del Convento Católico de Sant’Asbesto la que me llevó hasta ella.
Según sus palabras la habían abandonado en la puerta del noviciado no siendo más que una niña. Hasta los quince años fue una criatura introvertida que jamás se había relacionado con el resto de las monjas, pasando los días enclaustrada en su celda, recluyendo su belleza entre los muros de una fría habitación o rezando ante las imágenes aceradas de la Iglesia. Finalmente, llegada la pubertad, había entrado en un estado cataléptico que tan sólo abandonaba por las noches, cuando despertaba de aquella apoplejía mental y los habitantes de Sant’Asbesto podían verla contonearse sola en el patio situado ante los claustros, bañada su blanca piel por el fulgor mortecino que emanaba de la Luna. Marie bailaba y bailaba hasta el alba, sin descanso o respiro, sólo en ese momento regresaba a su encierro y aquellas que se cruzaban en su camino, quedaban sorprendidas ante la expresión macilenta de su rostro, ante sus pupilas dilatadas, ante la mortal ingravidez que parecía dominar todos sus movimientos y la arrastraba inevitablemente hacia ese letargo que parecía dominar el resto de su vida. Ningún médico había encontrado solución a su enfermedad, así que con el permiso de la Madre Superiora, llevé a Marie al pequeño almacén donde desarrollaba mi trabajo y le di cobijo en un zulo situado en el sótano.
Tal como había anunciado la rectora de Sant’Asbesto, Marie se mostró dócil como un cachorro arrancado de la madriguera. No era más que una niña de diecisiete años, de piel blanca y cabello rizado, moreno como finas hebras de obsidiana. La inocencia bullía por sus ojos, desdibujándose entre un rictus de incomprensión, apatía y depresión del que me enamoré inmediatamente.
Sólo con la llegada de la noche, Marie abandonó el zulo, atravesó descalza el piso de cemento y se situó en el centro del sótano, rodeada de paredes sucias y agrietadas. La luz de una bombilla era el único foco de claridad del escenario ante el que coloqué el cinematógrafo. Marie comenzó a bailar entonces, mientras la bobina de la cámara registraba cada uno de sus movimientos, cada uno de sus pasos, cada uno de sus gestos. Sus brazos se agarraban a un ser etéreo mientras sus piernas se deslizaban rítmicamente bajo el camisón de seda. Quedé hipnotizado por su danza sensual, por el movimiento de una frágil cadera que rozaba las paredes mientras era arrastrada por una fuerza sobrenatural que se diluía entre las sombras. Llegué a ver la punción de sus pezones bajo la tela, la rigidez de sus extremidades mientras sus músculos se ponían a prueba hora tras hora, hasta que su tersa piel quedaba bañada en sudor y la luz reflectaba sobre ella como un crisol de constelaciones.
Durante toda la noche llené diez bobinas con más de cuatro horas de metraje, llegada la madrugada, Marie comenzó a emitir extraños gemidos que me erizaron el vello de la nuca. Su faz se contrajo en una máscara de horror que estremeció todo mi ser, pero en contra de todas las leyes cristianas, no dejé de grabar, sino que seguí accionando el cinematógrafo presa de una mezcla de emociones que iban desde la fascinación al terror más absoluto. De pronto, el crujido de la tela al rasgarse rompió el silencio y el cuerpo de Marie quedó desnudo, paralizado por un rictus tenso que la obligaba a ponerse de puntillas mientras los dedos de sus pies y sus manos se retorcían agónicamente. Los jadeos aumentaron al tiempo que sus falanges se rompían una tras otra, pequeños crujidos que se encastraron en mis tímpanos y aún hoy me hacen temblar de terror.
Marie se vio propulsada contra la pared y varias de sus costillas se quebraron al encontrarse con el hormigón. El ruido de su cabeza al besar el muro resultó escalofriante, sus ojos se humedecieron al tiempo que sus brazos se alzaban hacia mí, rogando desesperadamente auxilio. Sin embargo, yo me veía incapaz de soltar la cámara y responder a sus ademanes, aquella sensación de descubrimiento que, durante tanto tiempo, había permanecido apelmazada en mi mente, renacía de golpe y eclosionaba con fuerza en mis entrañas, abstrayéndome del suplico de Marie y absorbiendo mi atención en el trabajo que me llevaba entre manos.
La joven se contorsionó mientras su cuerpo se elevaba centímetro a centímetro, contrayéndose el abdomen y encogiéndose los ijares. Los dedos de sus pies se despegaron del suelo, sus brazos chocaron contra el lienzo y quedaron en postura de crucifixión; una mano se marcó en su carne y oprimió su blanco vientre, impulsando a la lengua a surgir de su garganta y a retorcerse entre los labios. Su abdomen se abrió lentamente mientras los chillidos que surgían de su boca se hacían más y más desagradables; roja sangre manó por el torso abierto de Marie, manchando su pubis y resbalando por sus piernas. Rogué a todos los santos porque no se acabara la bobina en mitad de aquel acto sobrenatural, y lo cierto es que alguien debía estar escuchándome, pues el rollo continuó grabando hasta después de que la doncella expirara tras una última convulsión.
Su cuerpo cayó inerte al suelo, con el vientre dividido en dos profundas laceraciones por las que asomaban las vísceras. Marie se había convertido en una muñeca deslavazada de largas piernas y brazos descoyuntados. Su espalda se arqueaba en una postura imposible y sus ojos, crispados por la muerte, se clavaban en mí en una última súplica.
Presa de aquella inercia irrefrenable que había hecho mella en mi subconsciente, me encerré en el cuarto oscuro y proyecté la primera bobina. En la pantalla apareció Marie, tan bella en la vida como en la muerte, y al poco irrumpió su inesperado acompañante de baile, una sombra envuelta en un negro gabán que pareció emerger de la nada. Tuve que restregarme los ojos varias veces para constatar que no era un engaño del celuloide, sin embargo, por mucho que trataba de dejar atrás aquella pesadilla, seguía viendo a aquel espectro de larga levita, sombrero de copa calado a la testa y pose extravagante. El extraño realizó una reverencia y comenzó a bailar con Marie, apretándola con fuerza contra su pecho e ignorando sus aspavientos. Así, la pareja danzó durante una eternidad, deslizándose armónicamente por cada bobina del cinematógrafo.
El apogeo de la proyección llegó cuando el extraño arrojó a su pareja de baile contra el muro y, despojándose de sus ropas, reveló su verdadera identidad. Se trataba de un ser mitad hombre mitad macho cabrío que, alienado por una repentina sed de sangre, se arrojó sobre la víctima y desolló su vientre mientras daba rienda suelta a un torrente de carcajadas. Una vez más asistí al gesto de dolor de Marie, pude ver sus ojos desorbitados y sus labios emitiendo gritos silenciosos que se perdían en las tinieblas; pero a pesar del calvario que estaba presenciando, mi mente se hallaba extasiada por el resultado de aquel proyecto pues, conforme mi bella musa iba perdiendo la vida, yo comprendía que tenía en mis manos la culminación del trabajo que, durante tanto tiempo, se me había resistido.
Amanecía cuando oculté el cuerpo de Marie en el zulo, me despedí de aquella criatura invisible que moraba en mi cinematógrafo y me reuní con los productores de los Estudios Edison. Les prometí la mejor película que pudieran haber visto en los últimos meses: diez minutos de metraje que yo mismo había preparado antes de abandonar el almacén; un resumen pormenorizado de la macabra danza de mi querida bailarina y su insaciable visitante nocturno.
Supe que las cosas no iban por buen camino en cuanto la criatura salió a escena y se reunió con Marie. Su extravagante atuendo había cambiado y ahora, en vez de levita y sombrero de copa, iba arropado con mis pantalones, mi camisa, mi chaleco y, por supuesto, mi rostro. Pude verme a mí mismo bailar con la bella Marie, apretándola contra mi pecho mientras ella se resistía a ese fatídico final que yo tan bien conocía. Recé a Dios porque las cosas cambiaran, porque el argumento que culminaba mi obra maestra tomara un giro inesperado, pero la criatura que ahora portaba mi faz, acabó desnudándose y, empuñando un cuchillo de desollar, abrió el esternón de Marie ante los ojos horrorizados de todos cuanto se encontraban en la pequeña sala de proyecciones.
Años más tarde, alguien diría con acierto: ¡qué grande es el cine!
FIN
3 comentarios:
Gracias a ti, colega. Encantado de aparecer por tu blog y que me dediques un hueco :-)
¿Te has dado cuenta de que no tenemos una foto juntos en condiciones? ¡Mecachis!
Bueno, eso se arregla en las próximas jornadas de Dos Hermanas :p
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