Santiago y yo coincidimos en el foro ¡¡Ábrete, libro!!. Con el tiempo (y con rapidez), su novela Milenio de pasión se ha convertido en un éxito. De hecho, Ediciones B le ha publicado otro trabajo titulado La sombra del faraón sobre el antiguo Egipto y ya está inmerso en la preparación de un tercer libro. Una vez más, de las afinidades por la literatura y las conversaciones sobre libros ha surgido una sólida amistad entre escritores. Como consecuencia, hemos intercambiado nuestras obras.
Esta vez, se me ha adelantado, puesto que él ya ha leído Ladrones de Atlántida, mientras que yo aún estoy leyendo su novela. Sus palabras, tanto las de alabanza como las de crítica, me han halagado enormemente. Con franqueza, me satisfaría poder trabajar con él en algún proyecto conjunto.
Santiago Morata me ha cedido el siguiente relato, publicado con anterioridad en su web. Es un ejercicio sobre lo que significan los recuerdos. Santiago ha expresado quizás su lado más emotivo en este breve texto.
Un recuerdo
Dicen que la memoria es como un armario repleto de pequeños cajoncitos en los que almacenamos nuestros recuerdos. Aunque la parte de mi infancia está bastante escondida en los bajos del armario, hay un cajón que siempre tengo a mano. El recuerdo que guardo con más cariño se refiere a mi madre. Y no precisamente su imagen o su voz, sino un juego entre nosotros, que no compartíamos con nadie más, ni siquiera con mis hermanos. Recuerdo la suave caricia de la punta de sus dedos sobre el vello de mi cara, recreándose sobre mis mejillas, cejas, frente, nariz y labios, cuando quería dormirme. No imagino un acto de ternura más intenso, ni una comunión silenciosa más profunda, que levantar los ojos somnolientos y ver su sonrisa cómplice. Más tarde, en mi adolescencia, jugábamos a hacernos cosquillas de la misma forma en los brazos y cara hasta que conseguíamos que el otro se rascara, sin palabras ni ornamentos que nos sacaran del pequeño mundo inventado, donde no llegaba el dolor de la enfermedad, ni más estímulos que la piel erizándose, la represión de las terribles ganas de rascarse y las risas consecuentes cuando uno perdía. Sin querer, abro un cajón cerrado con doble llave. Recuerdo el último homenaje a nuestro particular juego. Mis dedos rozando apenas su rostro frío en una silenciosa y emotiva despedida, como solíamos hacer, sin aspavientos ni protocolos.
No puedo evitar abrir estos cajones, pues cuando veo a mi pequeña sobrina, mis dedos se escapan a juguetear con la suave pelusilla de su piel rosada y cuando noto su estremecimiento suave y levanta sus ojos entrecerrados que se resisten al sueño para alargar el momento, su sonrisa cómplice me emociona profundamente y me reconforta al pensar que hay algo de nosotros que nos sobrevive en nuestros pequeños.
1 comentario:
Un relato precioso,lleno de ternura.
Hay cosas que creo que la genética no es capaz de explicar aún: la herencia de los pequeños detalles del carácter, talentos, etc.
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