Mi hija es muy risueña. Tiene permanentemente un gesto agradable en el rostro, incluso aunque se enfade. Definitivamente, resulta encantadora. Pero, claro, ¿qué voy a decir yo, que soy su padre?
Como decía, mi hija es muy risueña. Pero recuerdo especialmente un día en el que no dejaba de sonreír y le brillaban los ojos de extrema satisfacción. La primavera pasada, cuando aún iba a la guardería, Mª Carmen (mi mujer) y yo fuimos a visitarla una mañana con la excusa de explicar a su clase en qué trabajábamos. Era una misión que nos habían encomendado a todos los padres sus profesoras y que emprendíamos con entusiasmo. Mª Carmen contó a los cuarenta niños, sentados en el suelo y expectantes a su alrededor, que todos los días iba a una oficina y trabajaba con el ordenador. Para no repetir lo mismo y aburrirles, en mi caso les expliqué que escribía cuentos y, de hecho, les leí uno que había preparado expresamente para la ocasión, sobre dos vecinos muy bien avenidos, el señor Cuadrado y el señor Círculo. No eran más que seis frases, ilustradas con imágenes muy sencillas, pero fue suficiente. Irene, nuestra hija, contempló cómo sus padres hablaban ante sus compañeros de sus profesiones. Y la noté alegre, orgullosa, como una personita mayor.
Me he acordado de esto porque este domingo, Irene (que aún tiene 3 años) volvió a comportarse como una niña de más edad. Después de jugar con la madre a maquillarse, se puso a bailar y cantar una canción que se ha inventado y que prácticamente me dedica a mí, una canción que habla de una princesa gitana y de su príncipe. La emoción que siento cuando hace estas cosas, con lo pequeña que parece, resulta indescriptible. Y eso que, cuando se enfada, no es nada remilgada. A menudo protesta contra mi autoridad y mi poder gritando: "¡Papá! ¡No te quiero mucho!" Pero, cuando lo dices así, es porque algo me quieres, hija, algo me quieres.
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