martes, 3 de abril de 2007

Colaboraciones: De amor y otras vísceras, de Verónica Calvo

En el sitio donde la conocí, Verónica Calvo comenzó hablando sobre todo acerca de libros y cine. Un buen día nos sorprendió con uno de sus relatos. Desde entonces, hemos podido leer algunos de sus elaborados textos, aunque personalmente creo que han de prodigarse más, pues nos cuentan historias muy reales, muy íntimas. Tanto que yo pienso que verdaderamente en cada uno de sus relatos deposita una parte de sí misma y nos cuenta, con misterio y sutileza, algo que sólo ella sabe, algo de su interior. Cuando leí esta breve narración, quise tenerla entre las colaboraciones de este rinconcito, de manera que se la pedí prestada.

Mira el reloj por enésima vez. Sólo pasan siete minutos de la hora acordada, tal y como indica la esfera de su reloj nuevo, reluciente, desde que perdiera el antiguo no sabe dónde, cuándo ni cómo, pero Virginia es así, extremadamente quisquillosa en temas de puntualidad. Aunque no debería sorprenderse, sabe que Gladys, esa cubana despampanante que tiene como amiga, es totalmente opuesta a ella. A ella y a sus manías, a su orden, a su perfección, a esas pequeñas cosas que en algún momento fueron grandes virtudes y forjaron su carácter y de las que ahora, en cambio, fraguado ya éste y asentado en un iceberg de frialdad y compostura, le gustaría ser capaz de desprenderse. Pero ya es tarde.

-¿Le tomo nota, señora?

Levanta la cabeza y le ve. Un camarero joven, de poco más de veinte años que acaba de cometer la desfachatez o el improperio, demasiado reiterado últimamente, de llamarla “señora”.

-No gracias, espero a alguien.

Se aleja el muchacho, y Virginia piensa en ello mientras le observa. La cabeza alta, los pasos largos, firmes, seguro de sí mismo, las piernas regias, fuertes, al igual que esos brazos desnudos que sujetan la bandeja. Carne de gimnasio, se dice a sí misma, y no puede evitar que la imagen del camarero y la palabra “señora” resonando en su cabeza, que le hace sentirse mucho más vieja de lo que en realidad es y aparenta, le evoquen a él, recuperándolo de un lugar en el que nunca terminó de esconderlo del todo, como el polvo bajo el sofá de una casa mal barrida, quizá precisamente para hacer resurgir de vez en cuando su propia vergüenza, castigándose, pero también para revivir lo que experimentó entonces y que, aunque le pese, jamás ha vuelto a experimentar. Recuerda entonces, mientras espera, que él se llamaba Ricardo, Ric para los amigos, o quizá Richard, o Ricardito para sus padres, sus abuelos, sus maestros de la escuela primaria, esa tía pesada y besucona que todos tenemos. Pero eso lo supo luego, claro, su nombre, cuando lo escuchó de boca de alguien, desde el interior de la tienda, y ese ¡Ricardo! alto, claro, fuerte, penetró por sus oídos mucho antes que en los del mismísimo interesado, quien reaccionó tarde, demasiado tarde, le pareció a ella, con actitud despreocupada, lacónica, como si nada le importara, ni el dueño de aquella voz, ni el tono conminatorio de la misma, ni su propio nombre acaso, que seguía vibrando en los oídos de Virginia como la más hermosa de las melodías mientras él desaparecía de su vista y se perdía tras las cortinas de plástico que repiquetearon a su paso dando fe de su partida y, quizá, esperanza de un próximo retorno.

Virginia salió de la carnicería con un pollo entero, cortado para hacer a la plancha, que guardaría en la nevera junto con el pollo de ayer, y el de anteayer, y con las morcillas del miércoles, y los chuletones del martes, y con la certeza de tener algo, de poseer aquel nombre que se le antojaba mayestático, señorial, nombre de reyes, se dijo, de príncipes, de nobles. Ricardo. Soñó con él aquella noche, otra vez, con la diferencia que entonces podía poner nombre al objeto de su deseo, al instigador de sus jadeos, sus gritos sofocados, al culpable de que su camisón amaneciera húmedo, su pelo mojado por el sudor, la boca sedienta y el ardor perdurando aún en el bajo vientre.

Iba a la carnicería cada mañana, sin falta, sin una sola ausencia durante aquel mes de agosto, siempre sobre las diez y bajo un sol que empezaba ya a quemar, porque a aquella hora era cuando la tienda estaba más llena y eso le daba un margen de contemplación de, al menos, entre siete y doce minutos. Aunque muchas veces se encontraba con alguna de las vecinas del pequeño pueblo donde veraneaba y donde todos se conocían, y tenía que escuchar educadamente sus lamentos, sus quejas sobre maridos que no ayudan, sobre caderas que duelen, máxime cuando hay viento, sobre hijos que anhelan abandonar el pueblo y alejarse del cobijo de sus padres, sobre nietos y nietas que empiezan a dar sus primeros pasos o con quienes asisten en comandita al milagro del alumbramiento del primer diente de leche. Sonreía Virginia, sin hablar demasiado, tampoco sin escuchar. Dedicaba sus cinco sentidos y toda su capacidad de concentración, o toda la que sus paisanas le dejaban libre, a la figura de Ricardo, del joven Ricardo, o Ric para los amigos, o Richard, o acaso Ricardito para sus familiares, a su torso casi desnudo, sólo cubierto por una camiseta de tirantes blanca, manchada de sangre ajena, a los bíceps y a los tríceps de sus brazos y a toda la retahíla de músculos que éstos tuvieran y de los que Virginia, que era de letras, ignoraba el nombre; a su rostro bello y terso, limpio como el del chiquillo que era, sus ojos oscuros, pequeños, su nariz grande, los pómulos marcados, la boca de labios gruesos, los dientes blancos, todos muy juntos, aún pulcros y perfectos. Tampoco perdía detalle de cada uno de sus actos, del movimiento de sus muñecas mientras éstas descuartizaban todo tipo de aves, conejos, cerdos, corderos, terneras, con cuchillos enormes de hoja reluciente y afiladísima, o bien preparaba la masa para las croquetas y las albóndigas caseras, con sus manos de dedos largos de uñas cortas e irregulares, obscenamente infantiles todavía.

Se enamoró Virginia perdidamente de Ricardo, o Ric, o Richard, o tal vez Ricardito para sus más allegados, pese a que ella, que rozaba los cuarenta, podría ser su madre, pese a tener estudios, una carrera, una posición, un trabajo importante y bien remunerado en la ciudad, y él, Ricardo, era, por lo que pudo averiguar y que fue mucho, dada la facilidad con que las gentes del pueblo tendían a soltar la lengua cuando alguien tiraba un poco de ella, era un bala perdida, un chaval que dejó la escuela a los catorce años para hacer todo tipo de trabajillos inmundos y mal pagados hasta que terminó, a los diecisiete años, de aprendiz en la carnicería. Y vaya si aprendía, se decía Virginia al recordar cada hachazo, cada salpicadura de sangre, de vísceras, cada cuello de pollo degollado que parecía mirarla a ella directamente, acusarla no sólo de adúltera sino de pervertida, de infanticida, junto con la aseveración de las cabezas de los cerdos, temibles jueces sin toga ni puñetas, que reposaban tras el cristal de la nevera, e incluso los ojos oblicuos de los conejos despellejados, extremadamente abiertos, parecían unirse al sentimiento general y recriminarle tal insensatez con sus veredictos de voces cercenadas. Pero todo aquello no impedía a Virginia seguir con sus sueños, sus noches agitadas, sus idas y venidas a la carnicería, los kilos de carne que atesoraba en el congelador y de los que ni Carlos, su marido, ni sus dos hijos parecían extrañarse.

No recuerda Virginia el momento exacto en que él se percató de sus miradas. Probablemente no hubo un momento preciso, sino un cúmulo de momentos, de sospechas que por sí solas acabaron fundamentándose. Pero entonces Virginia lo supo, lo supo con una certeza aplastante, en un momento dado, en un instante fugaz en que sus miradas se cruzaron, en el que su rostro enrojeció visiblemente y el suyo, el de Ricardo, sólo esbozó una sonrisa triunfal, orgullosa, a la que acompañó un golpe de cuchillo sobre la tabla de picar y, como resultado, otro pollo decapitado.

Pasaron los días, las miradas se seguían cruzando y sosteniéndose mutuamente por un periodo cada vez más prolongado, tanto que Virginia tenía que romper aquel fino lazo invisible que los unía, echar al suelo al funambulista de sus miradas y salir de la carnicería como alma que lleva el diablo, la compra mal colocada en el cesto, el corazón en la boca y la temperatura de su cuerpo elevándose hasta cotas que jamás hubiera sospechado poder alcanzar. Entonces Virginia se detenía a los pocos metros, falta de aire, de oxígeno, de sangre en el cerebro, y se apoyaba en el muro de la esquina adyacente sólo para procurarse aire con la mano y pensar que aquello no estaba bien, que todo era una locura, Ricardo sólo un crío y ella una insensata. Pero persistió Virginia con cabezonería, o acaso sin poder evitarlo, en su desafío con lo prohibido y lo vetado, en sus idas y venidas a la carnicería, en su particular reto de miradas y juegos malabáricos con aquellos ojos pardos que la volvían loca, hasta que llegó, pese a sus propias advertencias, el día íntimamente temido y sospechado en el que Virginia había preferido no pensar hasta entonces, el día en que Ricardo no se encontraba tras el mostrador de la carnicería, en el lugar acostumbrado, porque aquel sábado de agosto y de nupcias, como supo más tarde, su tan ansiado objeto de deseo no había ido a trabajar.

-Ya ve, señora Virgi- dijo la rolliza dueña del lugar-, tengo al muchacho de padrino de boda… - y ¡zas!, un corte limpio, perfecto, en el cuello del próximo huésped de su opípara nevera.

Salió Virginia aquella mañana de la carnicería arrastrando el cesto, los pies y su alma. Se paró en la esquina más próxima, de todas formas, sólo para ahuyentar sus funestos pensamientos, pese a no saber con exactitud si la ausencia de Ricardo le producía malestar o un cierto alivio, el alivio no querido que siempre otorgan la razón y la cordura. Y justo en eso pensaba Virginia antes de reanudar la marcha, con pesadumbre, antes de verle en la esquina contigua, enfundado en un traje oscuro de solapas anchas, absolutamente pasado de moda, el pantalón a la altura de los tobillos, quizá cortado a la medida de su anterior propietario, los zapatos viejos, gastados, la camisa amarillenta, bañada en lejía demasiadas veces y en excesivos centrifugados, la corbata roja que le quedaba larga, mucho más abajo de la hebilla de su cinturón. Se apoyaba Ricardo, o Ric, o Richard, o acaso Ricardito para sus familiares, en la pared con un solo pie y fumaba un cigarrillo en actitud tan chulesca como la que esgrimía a diario tras el mostrador de la carnicería. Había visto a Virginia mucho antes que ella se percatara de su presencia, y lo peor, se dijo ésta, es que probablemente aquello no se trataba de una anodina e inocente casualidad, y que Ricardo estaba allí sin otro motivo que el de esperarla a ella. Pero no tuvo Virginia mucho tiempo para reflexionar acerca de aquella teoría porque Ricardo, con un gesto rápido, expeditivo, tiró el cigarrillo al suelo, lo aplastó con la suela de sus zapatos rancios e inició, lento pero sin pausa, las manos en los bolsillos que achicaban aún más el largo de sus pantalones, la peregrinación de deseo hacia ella, de lujuria, de insensatez, de disparate.

Salió corriendo cuando Ricardo, Richard, Ric o acaso Ricardito para su familia, amigos y quien sabe si jóvenes amantes, se encontraba a escasa distancia, apenas unos centímetros, unos palmos incalculables de la tentación y el riesgo, el contenido de la cesta despedido hacia el suelo por culpa de un gesto nervioso e involuntario con el pie, la caótica visión de la compra desparramada por la acera mientras ella seguía corriendo, la falda fuertemente agarrada con ambas manos para no tropezar y caerse, sin volver la cabeza ni un solo instante, arrepentida ya tras el primer paso, sus mejillas enrojecidas por el bochorno, el dolor y la impotencia.

-¡Al fin llegué, mamita! ¡Tú ya sabes como está el tráfico! ¡Horrible, horrible!
Se sienta Gladys envuelta en su perfume, escoltada por el repiqueteo de sus collares, pulseras y abalorios, su cuerpo orondo, joven, deseable, despertando miradas, pasiones y envidias a su paso. La observa Virginia con condescendencia antes de atraer la atención del camarero con un gesto de su mano.

-Yo sólo tomaré una ensalada.

-¿Y eso, mamita? ¿Estás tú a dieta?- pregunta Gladys en voz baja, observándola por encima de la carta, en un tono y un deje que tanto podría invitar a la confidencia como al pecado.

Jamás se giró Virginia mientras huía de Ricardo. De haberlo hecho, sólo un instante, hubiera visto al muchacho arrodillado, recogiendo con una mano las pechugas del pollo que aquella mañana había comprado, el hígado, las patas, el cuello, los riñones dispersos sobre la acera, mientras con la otra guardaba de nuevo, para no mancharlo, el reloj en el interior de su bolsillo. Un reloj finísimo, caro, de mujer, que la tarde antes había encontrado en el suelo de la carnicería mientras barría, con un nombre y una fecha grabados en el reverso de su esfera: para Virginia, de Carlos, 7 de febrero de 1993.

-Me he hecho vegetariana -dice Virginia. Y sonríe con una mueca débil, lacónica, distante, mientras contempla el ignoto vacío de la calle y escucha el lento y meloso acento de Gladys que, con esa suave y liviana cadencia que hace evocar un paraíso de arena, sol y palmeras, pide al joven camarero sin amago de remordimiento una ración entera de pollo en pepitoria.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho el relato. Conforme lo leís sentía como se me encogía el corazón. La historia esta llena de garra y de intención. Ojalá no sea el último.
Un saludo