Sin esfuerzo, al recordar el concierto al que asistí ayer, me vienen a la memoria imágenes correspondientes al desarrollo de la Sinfonía nº 4 en Fa menor de Chaikovski. El estrépito metálico de los instrumentos de viento, al fondo del escenario. El oleaje encrespado que asemejaba ser el mar de arcos de violín, moviéndose todos a la vez, con rapidez e increíble precisión, mientras sus cuerdas vibraban componiendo las notas. Los jóvenes de la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana sabían perfectamente lo que es la música. Saben interpretarla con viveza, tanto como que para vivir hay que respirar. Así lo demostraron cuando, sin error ni vacilación, recogieron los arcos que habían dejado previamente en el suelo para reemplazar a sus manos, cuyos dedos habían pellizcado armoniosamente las cuerdas hasta ese momento para tocar el pizzicato de la sinfonía. Y también cuando, sin dejar de tocar, se subieron a sus sillas y permanecieron de pie sobre ellas, haciendo los honores al público sorprendido, mientras sonaba la propina, la Apertura de Guillermo Tell de Rossini.
Chaikovski escribe su Cuarta Sinfonía en medio de una gran angustia, tras haber contraído matrimonio con Antonina Miliukova, una joven discípula del Conservatorio de Moscú que le había manifestado su más ardiente devoción. Al respecto, él sin embargo escribió a su hermano Modest poco antes de celebrarse la boda en julio de 1877: "He reflexionado mucho sobre mí mismo y sobre mi porvenir, con el resultado de que de ahora en adelante pensaré seriamente en el matrimonio. Me parece que mis inclinaciones son un obstáculo gravísimo y quizás insuperable para ser feliz. Sin embargo, debo luchar con todas mis fuerzas contra mi naturaleza. ¿No es angustiosa la idea de que mis amigos y mis seres más queridos puedan avergonzarse de mí? Con un matrimonio quisiera cerrar las bocas de algunas personas que desprecio, que para mí no cuentan nada, pero que sin embargo pueden hacer sufrir a personas que me son queridísimas". Tremendamente preocupado por las implicaciones sociales que pudieran derivarse de su condición de homosexual, el compositor decidió acallar los rumores casándose. Todo esto marcaría su carrera artística con tonalidades cada vez más amargas. "Después de este terrible día de bodas, tras este interminable martirio espiritual, no es fácil volver a uno mismo. Cuando el tren se puso en movimiento, estuve a punto de echarme a gritar e hice un esfuerzo por contener los sollozos".
No debería olvidar la primera parte de la función, con la violonchelista rusa Natalia Gutman, muy aplaudida por el público, acariciando los sonidos del Concierto en La menor de Schumann acompañada por la orquesta. Pero para la segunda parte, los músicos se multiplicaron como los panes y los peces y abarrotaban el escenario del Teatro de la Maestranza, aumentando la sonoridad colectiva hasta términos insospechados, inconcebibles para la imaginación de un profano en la música. Siempre me acuerdo de Mozart, que era capaz de imaginar el sonido de cada instrumento mientras componía sus obras.
Al frente, dirigiendo con la batuta hábil y veloz, el célebre Claudio Abaddo, muy aclamado al final del espectáculo, algo más envejecido que en las fotos del programa (las fotografías nunca nos hacen justicia, porque solemos querer aparentar menos edad). Pero vitalidad no le faltaba en absoluto. Se mantenía firme en su puesto, dando indicaciones a las diferentes secciones de instrumentos, manteniendo el ritmo.
No dejó de llamarme la atención el instante en que, en las últimas filas, se pusieron de pie de pronto algunos músicos que habían quedado sentados hasta entonces, sin labor que realizar, y, eficazmente, hicieron sonar bombo, triángulo y platillos, en el momento oportuno, ni antes ni después.
Así es la música, que debe escucharse... y en directo puede sentirse completamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario