domingo, 18 de febrero de 2007

Colaboraciones: Lo relativo de las cosas, de Nadia

Desde Miami, en la Florida estadounidense, nos llega este relato con puro corazón cubano:

Mi primita Alejandra era una niña alegre y vivaracha a pesar de haber perdido a su madre. Mi tío, había vuelto a contraer nupcias con una buena mujer. Pero las relaciones entre Alejandra y ella nunca fueron muy llevaderas. La situación empeoraba cada día y mi tío sentía que estaba en el mismo centro de un campo de batalla. De manera, que me pidió que recibiera a Alejandra en casa y que la cuidara por unos meses, hasta que decidiera qué hacer con la niña. Alejandra tenía malos hábitos y con paciencia tuvimos que enseñarle reglas de educación y responsabilidades necesarias para una señorita.

Para mí la discreción y el respeto a los demás son algo muy importante. Por eso siempre trataba de ayudar a Alejandra. Un día me encontraba con ella en el Salón de Belleza, el cual estaba repleto de clientes y, mientras estábamos esperando, llegó Zulema, una señora con la cual solía encontrarme algunas veces. Ella y yo conversábamos amenamente, pero el resto de las clientas comentaba que Zulema era déspota y que poseía ínfulas de grandeza. Aquel día llegó combinada con un juego de saya y blusa que armonizaba con el color de sus accesorios. Zulema llevaba un llamativo par de sandalias, muy de moda en aquel tiempo con tiras que se cruzaban en el tobillo hasta la mitad de la pierna. Después de terminar su manicura, se acomodó en un sofá y comenzó a agitar sus manos y a soplarse las uñas. Siempre estábamos a la expectativa de lo que pudiera hacer o decir Alejandra y ese día corroboramos el por qué de nuestra inquietud. Alejandra se paró delante de Zulema, quien ignoraba a la niña totalmente. Alejandra en cambio, meciéndose como un elefantito, no le quitaba los ojos a las primorosas sandalias. De pronto:

-Ayer yo vi unas sandalias como esas -dijo Alejandra con tono inocente. Yo que no acostumbro a visitar las tiendas que Zulema frecuenta, sabía que algo terrible estaba por venir. Sentí un salto en el estómago cuando escuché aquel comentario y traté de evitar una futura situación embarazosa haciéndole señas con los ojos a Alejandra, pero no tuve éxito.

-No me digas- dijo Zulema incrédulamente.

-Sí, las vi en la Tienda de las Gangas. Cuestan tres dólares -y luego a modo de información, añadió-: Las hay de todos los colores.

Yo dije para mis adentros “trágame tierra”. Alejandra había hecho gala de su indiscreción y posiblemente Zulema se sentía extremadamente avergonzada.

-Bueno -dijo Zulema-. Tienes razón, considerando que pagué ochenta dólares por estas en Bloomingdales, a partir de ahora, iré a la Tienda de las Gangas a comprarlas.

Otro día, después que todo pasó y conversé sobre el asunto con otras clientas, unas me decían que Alejandra estaba muy mal educada mientras que otras alababan a mi primita por haber puesto a Zulema en el lugar que se merecía.

Hoy en día, Alejandra es ya toda una joven preparada y hermosa. Eventualmente, su hermana mayor decidió mudarse con ella y la cuidó hasta su mayoría de edad. Pero yo siempre recuerdo esta anécdota y me doy cuenta de lo relativo de las cosas.

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