Cuando empecé a escribir en serio (estoy hablando de hace unos veinte años) había que ser muy organizado. Escribir una novela podía convertirse en un martirio, un auténtico suplicio. ¿Por qué? ¡Porque se hacía a mano, con bolígrafo y en folios de papel! Y terminaban llenos de tachaduras, enmiendas y referencias a otras hojas. A veces, tenías que emborronar media página y adjuntar unos cuantos folios que sustituían a los párrafos eliminados. Cambiar una frase suponía tachar líneas y escribir sobre ellas o en el margen la nueva expresión o la idea que no se había desarrollado aún. Era un lío de mil demonios. Podéis imaginar lo laboriosa que podía resultar entonces una revisión del texto acabado.
Una vez que consideraba terminado el manuscrito, un monstruo de papel y palabras difícil de manipular, solía pasarlo a limpio con mi máquina de escribir, una Olivetti Lettera 32 de color verdemar que me regalaron mis padres.
Lo más característico de estos artefactos mecánicos era el sonido del teclado mientras escribías, ese martilleo contra la cinta impregnada de tinta, y el timbre marginal, que te avisaba cuando debías empujar la palanca del carro para saltar de línea y seguir escribiendo. Naturalmente, también llamaba mucho la atención la distribución QWERTY de las teclas, que más tarde han heredado los teclados de cualquier consola informática; aunque algunos afirman que no resulta la disposición más eficiente para escribir, probablemente fue diseñada así para reducir la posibilidad de atascos internos al chocar y engancharse entre sí las barras de tipos.
Afortunadamente, existían unas tiras de papel corrector (algo similar al típex) que permitía subsanar pequeños errores. Pero si te dejabas atrás más de una letra, era mejor sacar el papel del carro, tirarlo a la papelera y volver a empezar. Yo había aprendido mecanografía en una academia y llegaba puntualmente a las 300 pulsaciones por minuto con los cinco dedos (en comparación, en un ordenador he llegado a superar las 400). Gracias a esta capacidad aprendida, transcribía rápido e incluso me atrevía a escribir por las dos caras del papel, aun a riesgo de perder el trabajo ya hecho. Ciertamente, nadie era tan estricto como hoy en día y si se torcía algún carácter o se manchaba de tinta más de lo normal alguna letra, tampoco pasaba nada. Así escribíamos hasta hace dos décadas.
Recuerdo, sin ninguna nostalgia, que mi vieja Olivetti tenía el teclado muy duro. Cuando usé más tarde el ordenador, escribir se convirtió en coser y cantar, tan solo por la sensibilidad de las teclas y la agilidad y ligereza con que los dedos se desplazaban por el teclado. En mi vieja Olivetti, con más frecuencia de lo debido chocaban y se atascaban los martillos del teclado al escribir determinadas palabras, cuando coincidían letras cercanas, y a veces el meñique se equivocaba al pulsar y se entremetía entre las teclas, como si el teclado quisiera devorarte el dedo. Era muy doloroso. Y todo eso queda muy lejos de la comodidad y la seguridad que ofrecen los teclados de ordenador (el accidente más penoso puede ser que se te vuelque encima un vaso de agua o una taza de café, pero te puedes comprar otro por 10 € o menos).
En estas condiciones, el trabajo de preparar una novela se hacía interminable. Era uno de los motivos de que antes no se presentaran tantos autores a los concursos literarios. Llegué a probar una máquina de escribir eléctrica, que almacenaba en una pequeña memoria unas cuantas páginas antes de imprimirlas, lo que permitía hacer correcciones. Pero la tarea de revisión y corrección del texto me resultaba lenta y pesada. No llegó a convencerme, así que seguí usando mi vieja Olivetti.
El verdadero cambio se produjo con los procesadores de texto de los ordenadores. Ahora que todo es tan gráfico, estético y visual parece inconcebible, pero incluso una pantalla con letra blanca o verde fosforescente sobre fondo negro o azul, que te permitía guardar lo que ibas escribiendo en un disquete y hacer correcciones sin tachaduras era más que suficiente. El único problema es que entonces los ordenadores sí resultaban caros con respecto al nivel de vida y hubo que esperar para tener en casa el primer PC, un maravillo 286 ó 386 con 40 MB de disco duro (¡y ahora hablamos de Terabytes, millones de millones de Megabytes!).
Dudo que las generaciones que han venido después y que han conocido directamente el mundo cibernético, con las comunicaciones e internet en expansión puedan comprender realmente cómo ha avanzado el mundo en unos cuantos años y qué de trabajo nos ahorrala tecnología doméstica. Me río al recordar cómo, hace quince años, enviaba a mis clientes fragmentos de código por fax o, en el mejor de los casos, usando un módem que no siempre conseguía conectarse. ¿Qué pensará mi hija cuando crezca un poco si le enseño mi máquina de escribir, cuando ella ya sabe usar pantallas táctiles y dispositivos móviles y solo tiene tres años?
Pensadlo. Es magnífico. Es lo más cercano que podemos estar, de momento, de transmitir telepáticamente lo que pensamos a una máquina. Qué maravilla poder reescribir una y otra vez una frase, poder maquetar y dar formato a la obra antes de imprimirla, poder buscar una sílaba, un vocablo o una expresión a lo largo de todo el texto con la rapidez del rayo, poder contar las palabras que llevas escritas (muchos miden el tamaño de una obra por el número de palabras que comprenden), poder guardar distintas versiones de un relato, poder llevar todas tus obras en la memoria USB más pequeña que se pueda vender... Y se imprimen documentos perfectos, tantas copias como desees.
Valoradlo, de verdad, pensad en ello y valoradlo. No hace mucho, parecía casi imposible, nadie pensaba en lo que hoy ya hacemos de forma cotidiana (¡demonios, si ya tenemos consolas de videojuegos y televisores con imágenes en 3D!). Los disquetes se han dejado de usar. De repente, los CD-ROM prácticamente también. Dentro de diez años, ¿servirá para algo un lápiz óptico o llevaremos nuestro portátil incrustado en las gafas para proyectar pantallas de luz que reaccionan al contacto, como en Minority Report?
3 comentarios:
Magnifico articulo, Jose Angel.
Tambien fue una Oilivetti Pluma mi primera maquina privada.Hemos adelantado mucho, pero por ejemplo, no se por que, si siempre lo he hecho, no puedo usar los acentos en mis emails.Cariñosos saludos.
Me ha encantado este artículo, tanto que viene a casa de camino, vía eBay, una Lettera 32 en buen estado para introducirme en el mundo de las máquinas de escribir.
¿A qué te refieres con "lápiz óptico"? Supongo que a un lápiz USB, ¿verdad? Un lápiz óptico era un lápiz que permitía dibujar cosas diréctamente en el monitor del ordenador, algo en desuso desde hace muuucho tiempo, ¡si creo que "murió" bastante antes que las máquinas de escribir!
Tienes razón, amig@, es un error. Se me cruzaron las palabras, así que lo he corregido. Gracias.
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