martes, 10 de enero de 2006

Viajes: Cuba y la otra realidad

Puntualmente, antes de las nueve de la mañana del 1 de enero estábamos en la cola de facturación para nuestro vuelo a Cuba. Allí nos enteramos de que el vuelo se retrasaría dos horas (empezábamos bien) y estuvimos más de dos horas (que pasamos leyendo como pudimos, sentados en las maletas) esperando nuestro turno, porque hasta las once no apareció la persona con la capacidad de poner en funcionamiento la cinta transportadora de equipajes. Vamos, que habían demorado todo dos horas sin avisar a los pasajeros, cuya cola parecía extenderse hasta el infinito. No obstante, el hecho de ser tan puntuales nos supuso una espera mínima (ya digo, más de dos horas). No quiero pensar lo que tuvieron que esperar los últimos de la cola. El resto del tiempo hasta la hora de embarque lo pasamos desayunando, leyendo y de tiendas.

¡Y qué viaje más largo! A pesar de las regulares películas que proyectaron y de la agradable lectura de El juego de Ender, la travesía se hizo interminable: más de diez horas. Cuando llegamos a La Habana, a pesar de que su horario registraba cinco horas menos que en Madrid, ya había caído la noche.

Pero antes de salir al exterior nos llevamos otra sorpresa. Nuestras dos maletas, junto con otras cuatro de otros pasajeros, no aparecieron. Así que de nada servía que hubiéramos distribuido por igual la ropa entre ambas maletas por si una de las dos se perdía. No teníamos ninguna y no podríamos cambiarnos hasta que aparecieran. Para colmo, aún llevábamos ropa de invierno (mi pobre mujer, un jersey de cuello alto porque estaba resfriada). Imaginaos en pleno clima caribeño, así ataviados, sin poder cambiarnos de vestuario. Como habían desaparecido ambas maletas, confiamos a primera instancia en las indicaciones del operador. Según nos indicaron, con toda probabilidad habían sido llevadas al puerto, pues la mayor parte del pasaje iba a participar en un crucero por el Caribe.

Sin maletas, empezamos el viaje hacia nuestro hotel. Pero estaba agotado y ya nada me parecía bonito. La primera impresión de La Habana: oscuridad. Los problemas de energía eléctrica la hacen parecer un monstruo negro por la noche, donde apenas hay alguna farola encendida. Lo segundo, el desamparo. Decenas de personas se apiñaban a ambos lados de las calles y carreteras, esperando algún autobús o algún conductor que se apiadara de ellos y los llevara. Afortunadamente, los cubanos son muy solidarios entre ellos. Cuando vimos en qué consistían sus autobuses, a los que llamaban "camellos", se nos contrajo el corazón. Eran como contenedores ambulantes con agujeros como ventanillas en los que cabían unas cien personas pero se hacinaban más de doscientas. De hecho, hablaban sacando la cabeza por las ventanillas. "No se os ocurra entrar ahí", nos advertiría dos días después un cubano de a pie, "que están tan apretados que las mujeres pueden salir embarazadas".

El desconcierto me llenó al empezar a deambular por las calles de La Habana. Me pareció horrible. No era un ambiente decadente lo que estaba viendo, sino la más triste miseria, en medio de una casi absoluta penumbra, y cientos de edificios que parecían a punto de derrumbarse. En efecto, según los datos de una revista, sólo en La Habana caen sin aviso unos trescientos edificios al año y hay unos ochenta mil en total con riesgo de derrumbe.

Como veis mi llegada a Cuba fue algo descorazonadora. Sólo tenía ganas de volver a casa o de acostarme esperando que el día siguiente fuera mejor. ¡Pero estábamos sin maletas! Si no hubiera sido por el neceser que llevaba mi mujer ni siquiera habríamos podido asearnos en condiciones.

A todo esto, me había llevado un bonito cuaderno comprado en la estación de Santa Justa de Sevilla (en una de esas tiendas Natura), con portadas inspiradas precisamente en La Habana y Cuba. Lo he utilizado como cuaderno de viaje, anotando todo lo que me pareció interesante.

Lo de perder el equipaje no es algo tan inusual, lamentablemente. Después de tantos viajes, tantos vuelos, tantas experiencias ajenas que nos habían contado, alguna vez tenía que tocar. De hecho, no sé si me creeréis, pero, sinceramente, en este viaje tenía el presentimiento de que algo iba a pasarle a nuestro equipaje. Por ese motivo, nos tomamos la molestia de repartir toda la ropa entre las dos maletas (por cierto, son idénticas salvo por el color, una roja y la otra granate). Cuando digo toda es toda: una camiseta mía aquí y otrá allá, unos calcetines de Mª Carmen aquí y otros allá, un pantalón de ella aquí y otro acullá... Los que me conocen bien, saben que no exagero. Soy extremadamente previsor y precavido. Pero, al contrario de lo que nos cuentan en las películas, esta "cualidad" no es infalible. El azar siempre juega en nuestra contra y es más poderoso. Por eso me fastidió doblemente que se perdieran simultáneamente ambas maletas, a pesar de mi intuición al respecto.

Pero no quiero alargar la angustia. La guía del operador que nos atendió la primera mañana nos confirmó que todas las semanas ocurría esto y se llevaban maletas de más al crucero, algo que venía sucediendo para su desazón desde hacía más de un año (otro punto menos para el operador). Sin embargo, esto nos tranquilizaba porque era muy posible que, en efecto, ambas maletas estuvieran esperando dueño en el puerto de La Habana. El crucero zarpaba esa noche, a las nueve. Como la guía no localizaba al responsable del operador en el barco (tenía el móvil desconectado), nos sugirió con franqueza que fuéramos nosotros mismos a la puerta de la terminal portuaria a recoger las maletas y llevarlas al hotel, pasando factura luego a quien correspondiera. Es lo primero que hicimos. Una vez en La Habana, nos dirigimos a la terminal, donde estaba fondeado el único buque de pasajeros de toda la ciudad (el de nuestro operador de viajes), y buscamos al responsable que, según nos dijeron, ya estaba llevando las maletas perdidas a sus propietarios. Horas más tarde, hablaríamos con él para corroborar que nuestras maletas estaban entre las que iba repartiendo.

De todas formas, el día había amanecido luminoso y el hotel era tan confortable que olvidabas los problemas. Desayunamos abundantemente y, tras hablar con la guía, tomamos el primer autobús al centro. Este hotel, el Meliá Habana, se encuentra en el barrio de Miramar, uno de los más lujosos -si puede decirse así-, bastante distante del casco histórico. Pero desde hace poco han puesto a disposición gratuita de los clientes una lanzadera que conecta el hotel con la ciudad durante casi todo el día. Es una ventaja, porque ahorras mucho dinero en taxis, el único medio de transporte alternativo.

Una vez en la ciudad, comprobé que lo que había visto por la noche era cierto. La Habana estaba que se caía a trozos... Pero, con la luz del sol, todo tomaba otro color. La gente, los mercadillos, daban vida a La Habana.

Desde la Plaza de San Francisco, donde se encontraba la terminal portuaria, emprendimos la marcha por la calle Brasil hacia el Capitolio. Tal como veis en la foto, se aprecia la extrema pobreza de la ciudad. Esta larga calle, por ejemplo, era principal, pero se apartaba tan sólo una manzana (una cuadra, dicen en América) de los itinerarios turísticos. Por la noche, al contrario que ocurría con la iluminada calle Obispo, la Brasil aparecía tan oscura como la boca del lobo.


Lo más caro de Cuba son las entradas para visitar los museos y monumentos, está claro por qué. Sin embargo, nos pareció que entrar en el Capitolio bien merecía la pena. Así lo hicimos. Se trata, seguramente, de uno de los edificios más ostentosos de La Habana. Vimos la cámara de las cortes, utilizada sólo para actos académicos hoy en día, el lujoso salón Simón Bolívar, la rotonda bajo la cúpula en cuyo centro un diamante hace de punto cero para todas las carreteras cubanas...


Y, al salir del Capitolio, el mundo real. Edificios despintados, con fachadas desconchadas, andamios por doquier, coches de los años cincuenta, algunos muy cuidados y otros oxidados, y -prestad especial atención al gran vehículo de color morado y rosa en la foto- enormes "camellos" transportando gente amontonada.


Desde las escalinatas del Capitolio

Aparte de la amabilidad de los cubanos, siempre risueños y dispuestos a ayudarte, me sorprendió ver que había papelerías y librerías, muy sencillas pero bien dotadas. En cambio, en los supermercados había grandes carencias. Por ejemplo, los artículos de perfumería escaseaban y siempre estaban vigilados por un dependiente, como también pasaba con la leche y otros productos.

Para que lo entendáis, los habitantes tienen cartillas de racionamiento para abastecerse de los productos básicos (poca cantidad de todo: huevos, aceite, arroz, frijoles, carne de puerco) y cobran su sueldo en pesos cubanos, pero casi todo se vende en pesos convertibles (CUC). Cada CUC equivale a 24 pesos cubanos. Si un cubano necesita un bote de champú, tiene que ir al banco para conseguir CUC y luego ir a la tienda. Si tiene suerte y hay algún bote a la venta, se lo llevará a casa. Pero le habrá costado un pastón. ¡Tienen que ahorrar para comprar algo tan elemental como un bote de champú!

Sin embargo, no hay un solo cubano con el que tropieces que no huela bien; todos llevan algún tipo de fragancia que esconde su pobreza y aumenta su dignidad. Puede parecer petulante por mi parte este comentario, pero es que en otros países como Egipto, injustificadamente, los lugareños no eran muy dados a acicalarse. En Cuba hacen todo lo posible por tener buen aspecto.

Continuamos el paseo hacia el casco antiguo de nuevo, para conocer la Plaza de la Catedral, monumento que me pareció más pequeño de lo que esperaba, pero, en cambio, más hermoso. A pesar de nuestros repetidos intentos, no conseguimos visitar su interior.


Plaza de la Catedral

Muy cerca, se encuentra uno de los rincones más visitados y afamados, La Bodeguita del Medio, donde puedes probar los más conocidos mojitos -cóctel de ron, cómo no, con limón- y saborear la rica cocina criolla y cubana. A pesar de que los precios eran altos, en comparación con otros establecimientos, recomiendo probar. Nosotros cenamos, pero sólo tuvimos que pedir un plato principal para dos, porque ponen mucha cantidad.


La Bodeguita del Medio

Y al atardecer, el malecón, tantas veces mencionado por poetas y novelistas. Impresiona este paseo de nueve kilómetros que bordea toda la ciudad, la cual alberga a unos dos millones y medio de personas. Pero he de decir que es mucho más encantador el paisaje de Cádiz, ése que dicen que fielmente recuerda al Malecón habanero y así se muestra en la última película del agente 007, por ejemplo.


El Malecón

Antes de la cena en la Bodequita del Medio, hicimos parada en el Floridita, otro establecimiento digno de una visita, particularmente por la noche. Tal como reza el anuncio de neón, allí pueden tomarse los mejores daiquirís. Doy fe de ello.


El Floridita

Nuestra parada en el Floridita sirvió para relajarnos al son de la música (en todas partes encontrarás una pequeña orquesta cantando buenas canciones, todos son unos artistas) y con el sabor del cóctel. Era de agradecer después del duro paseo por las oscuras calles de La Habana. Para volver a la Habana Vieja no tomamos por el Malecón, sino por las calles del interior y los silbidos de los chiquillos haciéndose señales al acecho de los turistas nos inquietaron. Vuelvo a ser fiel a la realidad, pues un ciudadano al que preguntamos para orientarnos nos advirtió por qué calles tomar para eludir la alta delincuencia. Puedo decir que finalmente, siguiendo la dirección de las calles más transitadas, aunque fueran oscuras, nada nos sucedió y pronto volvimos a la multitud.

Antes de abandonar el Floridita, le pedí al buen señor Hemingway que me permitiera posar con él como recuerdo.


Tras el recorrido casi completo del día anterior, dedicamos nuestra segunda jornada de estancia en La Habana a pasear tranquilamente, volver a los mismos rincones y hacer algunas compras en los mercadillos, pues las habíamos pospuesto hasta el último día.

Ignorando las tres o cuatro calles restauradas para uso y disfrute del turista y la hostelería principal, todas las calles de La Habana son como tan pintorescas como ésta o se encuentran aún en peor estado. Y ves viviendas que están, literalmente, a punto de desmoronarse. Lo extraño es ver dentro a gente moviéndose, luces encendidas... Viven en gigantes de barro que caerán demolidos por el paso del tiempo o por la furia de algún huracán, como suele suceder.


Por la zona turística, encuentras un sinfín de cocheros que te ofrecen un paseo en coche de caballos (no entendíamos el placer de esta actividad, porque ya era bastante desolador recorrer a pie esas calles de desahucio) y algún que otro personaje singular, como las mujeres con sus trajes típicos y un gran puro entre los labios. En la foto veis a dos turistas dejándose engatusar por una enorme negra que les lee el destino en las cartas.


Y tras estos rostros sonrientes, esta gente que intenta sobrevivir a costa del turista con descaro pero con cordialidad, se encuentra la realidad. Se te acerca alguien mientras caminas y se intenta enganchar mediante la amena conversación para sonsacarte y pedirte que le compres tabaco, camisetas, ron, lo que sea, pero en el mercado negro, claro. Tú dices que no educadamente y, por lo general, se despiden cortésmente y te dejan continuar. Pero siempre hay algún tenaz que insiste e insiste hasta que tiene que rebajarse (no les gusta admitir que piden limosna) y rogarte que, si no vas a comprar nada, al menos les ayudes a conseguir algún artículo de primera necesidad. Nosotros le compramos a una pareja joven los tres últimos litros de leche que quedaban en un supermercado.

Hacemos nuestras compras. Algún que otro libro en la Plaza de Armas, donde diariamente ponen a la venta libros viejos (hay de todo pero se necesita tiempo para determinar qué es valioso y qué no). Una preciosa pintura a un anciano artista de nombre Norberto Machado; en España ese cuadro nos hubiera costado seis veces más por lo menos. Y algún que otro recuerdo artesanal en el mercadillo de la Catedral.

Por la tarde, nos encontramos casualmente con un particular que conduce su propio carro (a éstos les apodaban "Dinios"), al que habíamos conocido el día anterior. Llegamos a un acuerdo y nos lleva a hacer una breve visita por el otro lado de la bahía, para ver el Castillo del Morro y el Cristo de La Habana. Todo esto es ilegal, pero para nosotros este muchacho se convierte en amigo y le estamos haciendo un favor, tanto como él a nosotros. A los taxistas no les faltan clientes.

El día termina y empieza otro que implica el traslado a Varadero. En el camino, observamos atentamente el paisaje, que es fantástico. La selva, salpicada de numerosos ejemplares de Palma Real, el árbol nacional.


El paisaje cubano

Hay muchas más anécdotas, que seguramente convertiré en pasajes de algún relato, porque merecen la pena. Tengo cuarenta páginas dedicadas a este viaje en ese cuaderno que compré para tal fin. He decidido que, a partir de ahora, este cuaderno me acompañará allá donde vaya. Creo que es síntoma de que me estoy tomando verdaderamenrte en serio esto de ser escritor.

Pero, antes de despedirme, os quiero hablar de Varadero. No es más que una población pequeña, dedicada al turismo. Los hoteles se ubican uno tras otro a lo largo de esta península con espléndidas playas de arena fina y blanca y aguas templadas. Algunas cadenas, como la Meliá donde nos hospedamos, están amenazadas por los Estados Unidos según nos cuentan; les exigen que abandonen Cuba y ellos les dicen que no se metan en sus negocios. En nuestro hotel hay buenas instalaciones y la comida es estupenda, aunque hasta aquí, a estos niveles tan altos, se notan las carencias. Por ejemplo, en ningún sitio hay yogures. Y un día, no ha sido posible proveerse de suficiente pan: está duro. Pero lo consientes, porque te adaptas al medio. Y disfrutas con el sol caribeño, incluso con las nubes caribeñas que te fastidian un día de playa.


Playa de Varadero

Cuando montamos en un catamarán (teníamos acceso a media hora en un velero por ser clientes del hotel), me doy cuenta de por qué no dejan pasar a estas playas a los cubanos. Hay barcos. ¿Y qué hacen los cubanos con los barcos? Volar.

Nota: Si viajais a Cuba, hacedlo con euros en metálico. Los dólares están sometido a un 20% de retenciones por impuestos en el cambio. Y el uso de tarjetas de crédito o débito a un 12%, sean cuales sean. De eso no advierten las agencias de viaje. De hecho, el catálogo de nuestro operador queda completamente anticuado en ese sentido. A propósito de esto, evitad viajar con Pullmantur. A nosotros nos ha ido bien después de todo, pero estamos descontentos con ellos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola

Esa es la realidad cubana, solo te falto decir que a nosotros los cubanos no nos dejan hospedarnos en los hoteles,cosa que cualquier persona en su pais lo puede hacer y como eso muchas cosas mas.
De Cuba se pudiera escrbir tomos universales de la supervivencia

Anónimo dijo...

Muy buen articulo. Si señor