Resulta peculiar que el aventurero Domingo Badía y Leblich naciera en Barcelona (1767) y falleciera envenenado por los ingleses en Damasco (1818). Los deberes profesionales de su padre trasladaron a toda la familia hasta Almería, donde el ambiente morisco de la época le hizo interesarse por el Islam. Estudió árabe en Córdoba y en 1793 empezó a relacionarse con la Corte. Godoy, primer ministro de Felipe V, le encomendó la misión de espionaje que le haría célebre para la posteridad. Adoptó otra personalidad, se hizo pasar por musulmán, bajo el nombre de Alí Bey el-Abbasi, y recorrió Marruecos, Argelia, Libia y diversas regiones del imperio Otomano, visitando territorios donde nunca antes había estado un occidental. Desilusionado con Carlos IV, prestó sus servicios a Napoleón desde 1808.
En la primera parte de su famosa obra, Viajes de Ali Bey, que versa sobre sus experiencias en Marruecos, dedica el último capítulo, titulado De la antigua isla Atlántida y de la existencia de un mar Mediterráneo en el centro de África, a exponer su propia teoría sobre la existencia y desaparición de la Atlántida. Nótese que, al contrario de lo que pretendieron hacernos creer los especuladores del siglo XX, la Atlántida era un tema que preocupaba a los investigadores en todas las épocas. Recogemos aquí algunos fragmentos:
“[…] He pensado:
1. Que la antigua isla Atlántida se formaba de la cordillera del monte Atlas.
2. Que existe en África un mar Mediterráneo, que así como el Caspio en Asia, existe por sí mismo sin comunicación con los otros mares.
Después de tantos sistemas y conjeturas sobre el sitio que debió ocupar antiguamente la isla Atlántida, parecerá quimera reproducir una cuestión tantas veces ventilada y olvidada ya en el día; mas como yo no hago aquí sino indicar ligeramente esta idea, discutida con demasiada frecuencia por otros escritores, su coincidencia con la existencia de un mar interior en África me servirá de excusa con los lectores, quienes no obstante podrán mirar el presente capítulo como un episodio de la historia de mis viajes.
[…] Si consultamos los autores y mapas antiguos, hallaremos designados con el nombre de mar Atlántico los mares que ciñen el África por levante, mediodía y occidente; y pues el país de Atlas daba su nombre a mares tan distantes, es claro que con mayor razón lo habrá dado al mar de Sáhara que bañaba sus costas, y entonces la isla de Atlas o Atlántida se presenta rodeada por el mar del mismo nombre y por el Mediterráneo, ofreciendo exactamente la primera circunstancia referida a Platón por el sacerdote de Sais, quien dice que esta isla estaba situada a las orillas del mar Atlántico.
Otra de las particularidades de aquella isla era hallarse enfrente de la embocadura que los griegos llaman en su lengua las Columnas de Hércules. El sacerdote no dice simplemente que la isla estuviese enfrente de las Columnas de Hércules, sino que marca con más especialidad el sitio, diciendo que estaba enfrente de la embocadura que los griegos llaman en su lengua las Columnas de Hércules. Ahora bien, esta embocadura nunca ha sido otra sino el estrecho de Gibraltar; y el pequeño Atlas, que es un brazo de la cordillera que se extiende hasta Teza y Tetuán, llena exactamente la segunda condición.
Dicha isla era mayor que Libia y Asia juntas. Tal es poco más o menos la extensión del Atlas grande y pequeño.
El sacerdote de Sais añade que de esta Atlántida pueden los viajeros pasar a otras islas, de donde fácilmente van al continente. Es claro que el gran número de islas del Mediterráneo podía facilitar las comunicaciones de la Atlántida con los diferentes puntos del continente de Europa y Asia, bañados por dicho mar, y tanto más, cuanto en el estado de pujanza en que se supone a los reyes atlánticos, debían extender su dominio a las pequeñas islas vecinas, para servirse de ellas como de escalas, según la expresión del mismo sacerdote de Sais.
La dominación de los reyes atlánticos establecida por un lado desde Libia hasta Egipto, y por el otro hasta la Tirrenia, y sus amenazas contra los griegos, concuerdan perfectamente con la posición de aquella isla, situada en la línea central del país, y con su numerosa población.
Una sola objeción puede oponerse a este sistema, la cual a primera vista parece que debía destruirlo. Es la que se deduce de la desaparición de la isla, ocasionada, según el mencionado sacerdote, por horrorosos temblores de tierra y desastrosas inundaciones. La isla, en efecto, ha cesado de existir, pues se ha transformado en continente; es también posible que algunas partes de la isla hayan sido tragadas por los terremotos, como por ejemplo la porción que ocupaba el espacio llenado hoy día por el golfo de Trípoli, desde el cabo de Bou, junto a Túnez, hasta el cabo Ras Sem inmediato a Dérna: los grandes bancos de Kirkenni y Sidra que están en dicho golfo vendrían también a apoyar dicha hipótesis, si se les quiere considerar como restos de una tierra sumergida; lo cual coincidiría también con la última circunstancia mencionada por el sacerdote de Sais sobre la isla Atlántida. En cuanto a la sumersión total en veinticuatro horas de una isla tan extensa como suponen la Atlántida, y de sus montañas, es un suceso imposible de admitir, si se atiende a las inmensas simas que sería indispensable supone para concebir efecto tan prodigioso; suposición absolutamente gratuita, y de ningún modo apoyada en otros hechos análogos sacados de la historia de la naturaleza después del último gran cataclismo.
Si se supone que llegaba la isla del Atlas hasta el cabo Ras Sem, entonces esta parte de la Atlántida se hallará enfrente y a corta distancia de la Tirrenia, Grecia, Asia, Egipto y Libia; y aquí tenemos el teatro de las conquistas de los atlantes, cuya metrópoli se hallaba en el centro.
Podría muy bien amontonar pruebas sobre pruebas, y raciocinios sobre raciocinios en apoyo de mi sistema; mas no queriendo tratar esta cuestión sino como accesoria y subordinada a la de la existencia de un mar interior en África, abandono la solución a los críticos que ya la han analizado. Sin embargo, dejando aparte la multitud de sistemas que se han publicado sobre la Atlántida, creo poder hacer observar que la posición dada a aquella isla por el autor de la Historia filosófica del mundo primitivo no responde a los datos que tenemos del sacerdote de Sais; pues entonces no estaría a orillas del mar Atlántico, si se la coloca, como él hace, en medio del Mediterráneo, que jamás ha llevado el nombre de Atlántico, ni enfrente de la embocadura que los griegos llaman en su lengua las Columnas de Hércules, es decir, el estrecho de Gibraltar, de donde, según el autor citado, debiera distar 200 leguas: en tal hipótesis ninguna línea recta tirada desde la isla hubiera terminado en el estrecho sin pasar por las tierras intermedias, a causa de la proyección de las costas de aquel mar; desde luego el reducido espacio donde coloca la isla no podía contener un territorio tan grande como Libia y Asia juntas, sea cual fuere la reducción que se haga experimentar a los países conocidos entonces bajo estos nombres, y aún menos un territorio en el cual reinaban soberanos célebres por su poder… que extendían su dominio a inmensos países adyacentes, y que estaban orgullosos con tantas fuerzas. Bien veo que el autor de la Historia filosófica ha prevenido estos inconvenientes con ingeniosas soluciones; y confieso también que sólo con mano trémula es como aventuro algunas objeciones al autor de un monumento que miro como el código de la naturaleza; pero a él mismo es a quien someto mis observaciones, persuadido a que hará justicia a mi afán por hallar la verdad, cualquiera que sea el grado de probabilidad que se pueda atribuir a mi sistema.
Debo también advertir que la posición dada a dicha isla por Bory de Saint-Vincent en sus Ensayos sobre las islas Fortunadas tampoco llena mejor las circunstancias mencionadas por el sacerdote de Sais, pues Bory la supone en el mar Atlántico, y no en las riberas de dicho mar, como dice éste. En tal caso ya no tendría por un lado Libia, y por otro la Tirrenia. Según la situación y forma que les da, los atlantes no hubieran tenido otras islas intermedias para pasar al continente. Pero lo que todavía hay de más notable es que el sacerdote dice positivamente que Atenas existía ya desde el tiempo de la isla Atlántida, y que los atenienses armabas flotas contra los atlantes conquistadores: resulta, pues, en el sistema del autor, no obstante su comentario, que en tiempo de la Atlántida el estrecho de Gibraltar y Atenas no existían, porque el uno aún no estaba abierto, y de la otra, con todas las llanuras de Grecia, se hallaba todavía sumergida por las aguas del Mediterráneo, las cuales no la dejaron en seco sino para romper el estrecho y tragarse la Atlántida. ¿Cómo, pues, los atenienses, cuyo país aún no existía, pudieron poner freno a la ambición de los atlantes? ¿Cómo fue posible que las flotas de ambos entrasen y saliesen del Mediterráneo, que según la suposición del autor era a la razón un lago cerrado por todas partes sin comunicación con otro mar? Remito la discusión detenida de este proyecto a mis Memorias sobre la parte científica de mi expedición de África.
[…] He aquí las razones que me determinaron a creer la existencia de aquel mar, aun antes de viajar por África; razones que discutí en 1802 en París con muchos sabios del Instituto, y en Londres con algunos miembros de la Sociedad Real. También envié desde Cádiz una memoria sobre el mismo asunto, fecha 30 de mayo de 1803, y otra de Trípoli, en noviembre de 1805.
[…] Un hecho tan notable desvanece hasta la más ligera apariencia de duda sobre la existencia del mar interior o mar Caspio africano, que Buhlàl llama siempre Bahr Sudan o mar de la Nigricia; por lo demás, a mis ojos ya estaba demostrado antes de mi viaje a Marruecos, por los cálculos de sana física que he indicado.”