lunes, 23 de julio de 2007

Viajes: Bretaña

Durante la segunda quincena del pasado mes de junio realizamos un viaje en coche por Francia. La primera parte de este viaje nos llevó a Bretaña. Atravesamos la península, pasando por Madrid e Irún, y subimos hacia Nantes por Burdeos.

Sobre la marcha tuvimos que cambiar nuestros planes porque vimos más cosas de las que teníamos pensadas y luego desechamos algunos lugares que nos parecieron menos interesantes. Aunque cada población es diferente, hay muchas similitudes entre un pueblo bretón y otro. Los más importantes que vimos nos recordaron a la Quebec canadiense que habíamos conocido el verano anterior, con una parte alta y otra baja donde se encontraba el puerto (esto ocurre con Dinan, Morlaix y Auray, por ejemplo).

El primer día, domingo, fue muy lluvioso, pero el mal tiempo no nos arredró, a pesar de que el agua caló nuestra mochila y nuestros impermeables. Fuimos a Nantes, a recorrer su histórico centro y el Castillo de los Duques de Bretaña. Lamentablemente, los comercios estaban cerrados. La célebre y bonita Galería Pommeraye hubiera estado encantadora con todo abierto. Después de conocer su casco monumental e histórico no hay que perderse este rinconcito más moderno. Y para comer recomiendo acercarse hasta los aledaños de la catedral, rodeada de creperías, y probar las típicas gallettes (especie de crêpes salados elaborados con trigo negro) y crêpes en un restaurante como Au Vieux Quimper, por ejemplo.

De camino a Rennes paramos a merendar en Chateaubriant, un pueblo con restos de su pasado medieval que se había adaptado bien a los tiempos. En Rennes disfrutamos plenamente del paseo, viendo el canal, las casas de entramado de madera por doquier y las terrazas donde se agolpaba la gente para charlar y tomar unas copas. Las callejuelas de su casco antiguo deben recorrerse.


Rue Rallier du Baty, Rennes


Pasamos la noche en Rennes y por la mañana seguimos nuestro camino hacia la costa. No lo teníamos en nuestro itinerario, pero fue una buena idea desayunar en Vitré, con su fantástico casco antiguo, y visitar el castillo de Fougères, uno de los mejores que he visto hasta ahora (y he visto muchos). Hay que caminar por las calles de Vitré y descubrir uno a uno sus secretos. Es una suerte conocer estas poblaciones un día entre semana, aunque la actividad sea mucho menor que un sábado o un domingo. Se respira el verdadero ambiente de los pueblos.


La extraña arquitectura del Hotel du Bol, en la Rue d'Embas de Vitré


No mucho más lejos, siguiendo hacia el norte, hay que hacer una parada en Fougeres y patearse las murallas y las torres de su castillo. Antes de adentrarnos en la costa bretona, era obligatorio parar en Le Mont Saint Michel. El montículo aparecía a nuestra vista, como flotando sobre los campos, como algo espectral. Conforme nos acercábamos, ganaba tamaño y nos parecía más fantástico, sacado de un cuento de hadas.


Le Mont Saint Michel


En Saint Michel nos detuvimos un buen rato, subiendo sus cuestas (es cierto, hay hoteles allí donde me hubiera gustado dormir, de no ser porque teníamos que continuar avanzando) y visitando la abadía, todo un laberinto de plantas, escaleras y pasajes que me hizo pensar en El nombre de la rosa. Vimos Saint Michel con marea baja y los turistas (por primera vez encontrábamos un buen puñado de ellos) caminaban por las arenas que rodeaban el promontorio.

La tarde nos cayó encima cuando llegamos a Saint Malo, una población muy pensada para el turismo que ha perdido gran parte de su encanto, aunque ver desde fuera el recinto amurallado es muy evocador. A pesar de todo, al contrario que me pasó más adelante con Saint Tropez, Saint Malo no me decepcionó y supe disfrutar de sus paisajes y sus paseos. Para terminar el lunes, fuimos a cenar a la cercana Dinard. Justo en la playa y junto a la piscina climatizada había un restaurante donde nos deleitamos con ostras y mejillones a muy buen precio.

Esa noche nos alojamos cerca de Saint Malo. A la mañana siguiente, comenzamos a bordear la costa bretona. Pero antes nos acercamos a Dinan, una de las joyas de Bretaña. Es obligatorio ir y pasar al menos dos o tres horas allí, subiendo a la atalaya para contemplarla desde las alturas y bajando hasta el puerto.


Rue du Jerzual, Dinan


Antes de llegar hasta el cabo Frehel, una de las más visitadas prolongaciones del litoral que se adentra en el mar, conviene pararse en la fortaleza La Latte. Su visión es realmente cautivadora y puede contemplarse el cabo Frehel en toda su extensión. La fortaleza, como averiguamos dos días después por casualidad, se utilizó en la película Los vikingos, protagonizada por Tony Curtis y Kirk Douglas. Gracias al emocionante desenlace de la película (en francés, claro), pudimos ver por dentro la fortaleza, algo que no pudimos hacer en su momento por encontrarla cerrada.


Fort La Latte


Tras almorzar, paramos en Saint Brieuc, pero, después de Dinan, Vitré y Fougères, no nos pareció llamativa más que su catedral, así que nos fuimos pronto, dirigiéndonos otra vez hacia la costa. Sí que merecía la pena echar un vistazo a la abadía en ruinas de Beaufort, en Paimpol (aunque no entramos porque ya habíamos visto otras mucho más grandes, en Bélgica y recientemente en Galicia) y patearse las calles de Treguier.

Pero el día se iba y no pudimos pasar por Perros-Guirac. Nos fuimos directamente a Morlaix (en lugar de Brest, algo más lejos). Morlaix es una ciudad de la que guardo un grato recuerdo, seguramente porque me recuerda un poco a Segovia. Además de calles fascinantes, tiene un viaducto en su centro, que une los dos sectores de la ciudad alta. En la ciudad baja, cerca de los pilares del viaducto, encontramos un restaurante abierto y cenamos a base de pescado. Fue la comida más cara, pero de las más exquisitas.

Amaneció otra mañana lluviosa, que nos impidió ver Brest con tranquilidad, aunque luego amainó la tormenta y se aclaró el cielo. Brest tiene poco que enseñar en comparación con otras poblaciones. Además, sus accesos dejan que desear. Se tarda mucho en entrar y salir. Nosotros, de todas formas, teníamos que atravesarla para ir al cabo Matthieu, uno de los más bonitos de Bretaña.


Castillo y torre Tanguy de Brest


El cabo Matthieu tiene un alto faro, construido junto a las ruinas de una abadía, cuya capilla parece el esqueleto de un barco o de una ballena tumbada. El mar estaba algo revuelto y las olas chocaban contra las olas del faro de señales que precede al cabo.

Camino de la Punta de Raz, que es como el cabo Fisterra de Galicia y, de hecho, se encuentra en una región llamada Finisterre, comimos en una crepería, en medio del bosque, cerca de Chateaulin. ¡Qué ricos los crepes, salados y dulces! Mmm. Luego, paramos en Locronan, un pueblecito singular declarado de interés histórico artístico por las autoridades francesas. Es muy pequeñito y apacible y la verdad que resulta encantador.

En la Punta de Raz soplaba el viento con bastante fuerza, tanto como para que doliera la cabeza. No obstante, a pesar de lo turístico que se ha vuelto y de no tener el mismo encanto salvaje que otros cabos, es recomendable ir a verlo.


Punta de Raz


Ir y venir por la costa, hacia los extremos del litoral, significó invertir mucho tiempo y cansarnos más. Llegamos temprano a Vannes, aunque nos costó encontrar alojamiento, y nos quedamos a descansar en el hotel. Fue la única vez que, por proximidad, hicimos uso del McDonald's (estaba a cincuenta metros). Fue una buena decisión, porque nos esperaba una jornada agotadora al día siguiente.

Primero, Vannes, la puerta del golfo de Morbihan. Esta zona es una de las más visitadas por los turistas, franceses y extranjeros. Vannes guarda restos de sus murallas y torres y un casco donde volvíamos a encontrar las típicas casas del siglo XVI y XVII, con entramado de madera y pizarra en las fachadas. Después, tocaba acercarse a Carnac y Locmariaquer, para visitar dos de los mayores núcleos megalíticos de Bretaña (el tercero se encontraba en la costa norte). No me esperaba algo tan impresionante, campos enteros sembrados de hileras de espigados menhires durante más de cuatro kilómetros, esparcidos en fincas distintas que se denominaban con nombres bretones según el municipio (Kerlescan, Kermario y Menec). El Gran Menhir partido (de veinte metros) y el dolmen con inscripciones de Locmariaquer también resultaron sensacionales.


Alineamiento de Kermario, Carnac


Por último, tras un buen almuerzo en otro bar de carretera (nos pusieron de nuevo delante un tierno y exquisito entrecot de ternera, qué buena carne hay en Francia), paseamos por Auray, otro de esos pueblos con una calle que conduce hasta la parte baja y el puerto.

El final del día, tras muchos kilómetros deshaciendo carretera hacia Burdeos, lo pasamos en Saintes. Por primera vez veíamos las calles llenas de gente. Era el Día de la Música, una fiesta nacional, y la multitud se agolpaba en las plazas y calles, alrededor de coros, músicos, grupos, bailarines... Incluso en la iglesia tocaban el órgano. Fue una bonita experiencia. Saintes, además, guarda restos romanos, como el Arco de Triunfo o el anfiteatro. Así poníamos punto final a nuestro viaje por Bretaña y comenzaba otra aventura.

El viaje ha resultado fascinante. Además, he resucitado mi francés olvidado, que nunca viene mal.


Consejos para el viajero:

El único inconveniente fue adaptarnos a los horarios de comidas porque las 14:00 francesas son como las 16:00 españolas y a las 13:45 ya no te admiten en casi ningún sitio para almorzar). Destaco lo siguiente:

- La gastronomía. Es, sin lugar a dudas, la mejor que hemos encontrado fuera de España.

- La economía igualada. Ya no nos parecen más caros los precios fuera de España, aunque esto viene ocurriendo desde la entrada del euro con casi todos los países que mantenían un nivel de vida más alto que el nuestro. Se puede comer bien por lo mismo que en España (también hay bocadillos y McDonald's, pero si te puedes permitir un menú, los hemos encontrado desde 8 a 18 euros por persona).

- Toda la gente que hemos encontrado ha sido verdaderamente agradable. No sé si tendrá algo que ver nuestra inquietud por utilizar el francés, pero se han portado con nosotros extraordinariamente bien. Así que no puedo secundar el tópico de que los franceses no son amables.

Lo negativo:

- Los horarios, hasta que te adaptas. A las 19:00 cierra casi todo y a las 14:00 te quedas sin comer si no eres listo. Como muy tarde hay que comer hacia las 13:00.

- Los precios del combustible, bastante más altos que en España. Hay que repostar en las estaciones de servicio de los hipermercados o en las de ELF, que mantienen los mejores precios. Ojo, los domingos y festivos cierran hasta las gasolineras, es mejor repostar el día anterior antes de las 19:00 (hora de cierre de los comercios en general).

- Los TPV portátiles. O están en malas condiciones o no los saben usar, pero en los comercios se cargan la banda de las tarjetas. Primero fue con mi Mastercard, luego con la de mi mujer. Lo curioso es que siguen sirviendo para sacar dinero en los cajeros y los peajes en la autopista, pero en los demás sitios eran rechazadas después de n usos.

- Las comisiones por sacar dinero en cajeros. Sólo lo hicimos dos veces, pero resultan demasiado altas, más incluso que las que existían antes por el cambio de divisa. Recomiendo pagar con tarjeta (mientras se pueda) o llevar algo de metálico desde España.


Más fotos en ¡¡Ábrete, libro!!.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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