martes, 19 de febrero de 2008

La enseñanza sentimental, de Fernando Iwasaki

Continuamos con el segundo de los Cuatro [ale]gatos a favor de la lectura del amigo Fernando Iwasaki.


La enseñanza sentimental

MUCHAS VECES HE leído –en críticas o reseñas literarias- que el valor de tal o cual libro consiste en haber recreado la educación sentimental del autor o los lectores. A uno se le antoja una expresión afortunada eso de la educación sentimental, mas no por su dimensión autodidacta sino por la promesa de una docencia. Y cuando uno ha sido feliz gracias a los libros y la música, procura que sus hijos aprendan a querer las mismas lecturas y melodías.

En estos tiempos de juegos virtuales y consolas mágicas, interesar a los niños en Robinson Crusoe, La Isla del Tesoro y Tom Sawyer es una empresa más bien ardua y complicada. La primera parte de mi educación sentimental transcurrió entre los siete y los trece años sobre las páginas de Julio Verne, la Condesa de Segur, Sir Walter Scott, Oscar Wilde y Homero, entre otros. Y aunque uno apenas es mayor de cuarenta, tal vez comparta aquel aprendizaje con otros «contemporáneos» mayores de sesenta. Por eso quiero rehacer la biblioteca de la infancia, porque me aterra la idea de que mis hijos nunca lleguen a ser mis «contemporáneos».

Desde hace unos años dedico un tiempo de mis pesquisas por librerías de viejo, a buscar las mismas ediciones en que leí fascinado las obras gloriosas de mi educación sentimental. Me hace ilusión ponerlas al alcance de los niños y descubrir con ellos mi descubrimiento del mundo. Pienso en los cuentos de Constancio C. Vigil, en las fábulas de Esopo y en los hechos de la corte del Rey Arturo. Sin embargo, hay unos títulos que hasta ahora me han sido esquivos.

Yo debía de tener unos nueve años cuando entré por primera vez en la biblioteca de mi colegio -el Champagnat de los Maristas de Lima- y salí de ahí con Tuska el jabalí bajo el brazo. Me bebí en una sola tarde aquel libro, sobrecogido por la emoción y la belleza de sus páginas, y descubrí entusiasmado que se trataba de una colección de vidas de animales que contenía otros títulos como Inkosi el león, Timur el tigre, Loki el lobo, Bru el oso, Kra el mandril y otros más hasta llegar a doce volúmenes. Por suerte en la biblioteca estaban todos y así los fui leyendo mientras cursé mi cuarto de primaria en 1971. Por desgracia nunca supe quién era el autor y cuál la editorial.

Muchos años después hallé Chag el caribú en una exposición de libros infantiles de la vieja biblioteca pública de Sevilla, e hice la ficha de rigor: Bernard Rutley, Editorial Molino, Barcelona y 1959. Desde entonces no he dejado de buscar esa colección en vano. Incluso viajé hasta Barcelona para poner boca abajo los almacenes de la Editorial Molino, y tan sólo recogí las lágrimas de un viejo conserje conmovido por los recuerdos de alguien que leyó hace más de veinte años y en Lima, unos libros saldados y preteridos.

He llegado a la conclusión de que si no los encuentro tendré que reescribirlos para mis hijos, apelando a la memoria y mis ensoñaciones. Y tengo muy claro que si lo consigo no estaré recreando mi educación sentimental, sino enseñando sentimentalidad.

Fernando Iwasaki

1 comentario:

Miguel. dijo...

Justo hoy me ha venido a la cabeza esa vieja coleccion de libros de Bernard Rutley que adoraba leer cuando era pequeño...

Por suerte para mi, tengo todos, menos Gogo el pinguino, que nunca lo encontre y recuerdo que mi madre me los compraba en Galerias Preciados a 75 pesetas cada uno.

Sin duda son un tesoro que ansio reencontrar entre mis trillones de libros infantiles y releer con ansiosos ojos mas "adultos"