miércoles, 23 de julio de 2008

Colaboraciones: De visita por la gran empresa, de Eric F. Luna

No soy el único que busca colaboraciones de otros escritores para su blog. Mi joven amigo Eric también lo hace en El arte sano, a quien también podéis encontrar en Puro olor a incienso. Y fue así como nos conocimos y fue eso lo que nos condujo a intercambiar nuestros textos. Creo que tenemos en común, al menos, el afán de fomentar la literatura y la creatividad, el ánimo de conseguir nuevos amigos dentro de este mundo literario.

Eric nos ha brindado la oportunidad de leer el siguiente relato sobre cómo una hazaña cotidiana, la de entregar una factura, se puede convertir en una odisea, según él mismo nos cuenta.

De visita por la gran empresa

Mis obligaciones como hombre-carpeta me condujeron hasta la entrada de la gran empresa. Misión: entregar una factura.

La labor parecía sencilla. Las instrucciones que me habían asignado por teléfono así lo denotaban: Tan sólo deja la factura en recepción, dijo la voz de la persona a la que debía entregar el dichoso papelito, yo la recogeré al salir.

Muy bien. Accedí a las instalaciones por la entrada destinada a las visitas y ocupé la primera plaza de aparcamiento que se me puso a tiro.

Anduve unos minutos desconcertado hasta que entre aquel maremágnum de vehículos encontré una garita con un señor uniformado en su interior. Me acerqué hasta él.

- Buenas, dije tratando de no parecer desorientado, vengo a dejar una factura para el señor X.

-¿Te ha dicho el señor X que la dejes aquí? -me contestó el empleado, no sin cierta acritud.

-Eeeh... no, dijo que la entregara en recepción.

-Esto no es recepción, esto es control.

-... Ya veo -dije mirando el cartel que engalanaba la pequeña fachada de la garita.

-¿De parte de quién vienes?

-De parte de la revista Entrelíneas.

-Ajá...

A partir de ese momento, el guardián de la guarida... digooo, de la garita, comenzó a someterme a un interrogatorio de tercer grado: Nombre, empresa, domicilio, DNI, grupo sanguíneo, antecedentes penales... Fuí sincero en todo. Después imprimió lo que parecía ser un pase eventual para acceder al recinto que enfundó en plástico... y con una presión de su dedo abrió las puertas ante mí. (Dicen que todo el mundo se aparta ante quien sabe a dónde va... menos mal que yo sabía a dónde iba)

Cogí el pase y me lo guardé en el bolsillo. Debía colgarlo de mi camisa pero prefería no hacer el pringado con un pase eventual para pasear por las instalaciones.
Comencé a introducirme por los recónditos parajes de la gran empresa y a lo largo de un ancho camino asfaltado, volví a caer en la cuenta de que estaba perdido.

Mierda. Un guarda de seguridad que era el encargado de dar paso a los vehículos no pertenecientes a las visitas ni a los trabajadores mileuristas me estaba observando y yo allí más perdido que Wally, rogando al cielo un GPS hacía lo posible por pasar desapercibido, caminando en línea recta, mirando de soslayo cada una de las posibles entradas a una recepción que se escondía muy habilmente.

-¡Eh, eh! -me gritó el guarda-. ¿Dónde vas?

Me estaba empezando a agobiar el asunto de entregar la facturita de las narices y comenzaba a plantearme la posibilidad de salir corriendo sin rumbo previsto... pero el guarda tenía una porra y unas piernas más largas que las mías, de modo que deseché la idea.

-Voy a entregar una factura para el señor X -dije mostrándole el papel que portaba, busco la recepción, ¿dónde la puedo encontrar?

-Está allí, al final -dijo mostrándome el camino con un grueso dedo índice.

-Gracias.

Recorrí el camino hasta la recepción, algo menos de cien metros repletos de cuidados jardines y enredaderas que se adherían a las voluptuosas columnas de la fachada del gran edificio. A mi izquierda quedaba el aparcamiento de vehículos para lo más selecto de la empresa. Los allí estacionados no eran cualquier coche: impecables Jaguars, BMWs, Corvettes... me sorprendió hallar entre ellos un modesto Volkswagen Golf y por momentos recordé mi Renault Laguna pidiendo a gritos un baño.

Ascendí por unas escaleras de lo que parecía mármol del caro y accedí a una pasarela que indudablemente conducía a recepción. Bajo mis pies se deslizaba el agua a través de una estructura de fuente-manantial de diseño. Todo agradable a la vista sin duda.
De hecho, antes de entrar por la doble puerta automática de cristal eché una ojeada al mundo exterior que quedaba más allá de los muros de la gran empresa... y no me pareció que el mundo estuviera tan mal, después de todo.

Entré.

Un fornido empleado amortajado en un elegante traje de chaqueta se abalanzó sobre mí. Comencé a maldecirme por haber olvidado traer mi chaqueta arrugada de hombre-carpeta que, al menos, lograría situarme un poco a su altura. Al menos no me había colgado aquella autorización eventual que me haría sentirme algo más ridículo.

-¿Adónde va? -me inquirió el empleado. Vaya, me dije, ha sido entrar aquí y que me empiecen a tratar de usted. Claro, que el tratamiento de usted, llegado a ese punto, suponía un agravante de la situación.

Volví a explicar mi retahíla acerca de la factura que llevaba en la mano, el señor X y mis intenciones de visitante y el empleado de puertas me acompañó hasta lo que parecía ser el ascensor de acceso a mi destino, que se encontraba a dos metros de mi posición inicial.

-Pulse para ir a la primera planta y hable con la chica que hay tras un mostrador nada más salir del ascensor -me dijo.

Era uno de esos ascensores que emiten un "ding" cuando has llegado a tu destino. Esto es tener clase, sí señor, pensé.

Al salir del ascensor tuve que esquivar a varios hombres amortajados en sus correspondientes chaquetas, camisas y corbatas. Andaban sin prisa, pero sin calma, lo habitual en esa especie.

Vi a la chica del mostrador. Vaya, era la primera mujer que veía desde que había tenido acceso a las cotas altas de la gran empresa y era, también, la única que portaba un estúpido gorro granate a juego con su uniforme. Era guapa, buen tipo y ojos penetrantes de inquisidora, parecidos a los del tipo de la garita de control. Espero que no me pregunte por mis antecedentes penales, pensé.

-Hola. Buenos días, ¿en qué puedo atenderle?

-Verá, vengo a dejar esta factura para el señor X. Me indicó que la dejara en recepción...

-Sí. Ahora mismo el señor X está ocupado, pero si hace el favor de esperar unos minutos veré si puede atenderle.

No, gracias. No he llegado hasta aquí para encarar esto personalmente con el señor X. De haber sido por mí le hubiera dejado la factura al de la garita, pero no me fiaba de él lo suficiente. Esta chica tenía cara de ser más honesta... y de cobrar más.

-No es preciso que lo moleste. Tan sólo entréguesela tan pronto como lo vea, ¿ok? Gracias...

Y salí de allí precedido por un "ding" del ascensor.

Tras salir del edificio, tuve la impresión de haber vuelto a respirar. Aspiré el oxígeno de aquel elenco de productores de oxígeno que conformaban los árboles y plantas de la entrada. Lo aspiré todo, se lo robé a un par de señores de traje que me precedían.

Observé una curiosa estatua que engalanaba aquellos jardines y en la que no había reparado antes. Representaba a un niño que jugaba con una tira de hombrecitos de papel. A mí me pareció una metáfora, y de las buenas.

Al ir abandonando aquellos cien metros de distancia de recepción a control tuve la impresión de estar franqueando una barrera. Una barrera invisible que separaba las altas cumbres de los abismos más profundos. Ahora junto a la valla metálica había dos trabajadores con deslucidas batas blancas apurando las últimas caladas de un cigarrillo, de un modo algo furtivo.

Pensé en que ellos no podrían llegar hasta el ascensor que hacía "ding" para dedicarle una sonrisa a la de los ojos inquisitorios. Pero ese era su rol. Unos dentro, otros fuera y yo en medio sin significar nada para ambos bandos.
Cuando estaba de vuelta en el parking de empleados buscando mi coche, comencé a comparar los vehículos de la zona VIP con estos y lo que me entristeció no fue que algunos estuvieran a un paso del desguace, sino que otros trataban de emular a los de dentro... y eso con algún cero de menos en la nómina es una verdadera tragedia personal.

Cogí mi coche y salí de las instalaciones. Ví pasar a un coche destartalado con algunos inmigrantes en su interior, parecían divertidos, oían música y cuando su automovil pasó junto al mío dejó tras de sí un pegajoso y dulzón olor a marihuana que me hizo comprender que, de nuevo, me encontraba en ese mundo real, más allá del edén de los jardines de la gran empresa.

Eric F. Luna

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