miércoles, 30 de mayo de 2007

Reflexiones de un ególatra: La dictadura del capitalismo democrático

Antes, María se despertaba escuchando unos minutos de su programa favorito. Aunque sigue sintonizando la misma frecuencia, hace unos meses la emisora cambió de dueño, incluso de marca y programación. Desde entonces, cuando suena el despertador, lo único que oye es una sucesión de canciones; el locutor ni siquiera se molesta en indicar el título o el autor, por lo que la música se convierte en mero ruido de fondo. Tal vez por eso ya no se levanta con el mismo buen humor.

Luego, María se ducha, se viste y, en circunstancias normales, toma algo para desayunar. Pero hoy no, no le da tiempo. Anoche, a última hora, se enteró casi por casualidad de que la compañía de transporte público comenzaba una huelga y sólo mantendría los servicios mínimos. Eso supondría esperar media hora más, tal vez tres cuartos de hora más, en la parada del autobús, formando parte de una larga cola y apretándose contra los demás usuarios dentro del vehículo. Poco cómodo, incluso desagradable, porque, a pesar de que es temprano, la temperatura es alta. Empieza a sentirse el calor del inminente verano.

Se equivoca en sus previsiones. El primer autobús viene cargado hasta los topes y no se detiene. Se ve obligada a esperar al siguiente. Se percata, demasiado tarde, de que hubiera llegado antes andando. En ese instante le resulta evidente que llegará tarde al trabajo. Como consecuencia, tendrá que justificar el retraso al fichar a la entrada y deberá recuperar el tiempo perdido saliendo más tarde de su hora habitual. Probablemente, eso le impedirá llegar a la oficina municipal antes de que cierren para gestionar unos trámites que le urgen. Empieza a sentirse enojada.

Cuando alguien manifiesta sus protestas paralizando la actividad normal de su trabajo, otros sufren las consecuencias. A veces, la suspensión de la actividad viene acompañada de actos desmedidos e irracionales, agresiones a la propiedad pública o privada. Por ejemplo, hace dos semanas, el cuerpo de bomberos organizó una manifestación en la Plaza Mayor, reclamando la descongelación de sus sueldos. Algunos de ellos asaltaron una sección del Ayuntamiento y arrojaron a la calle pesados archivadores, que se destrozaron contra el suelo esparciendo toda la documentación que contenían. Se trataba de los muebles donde se almacenaban expedientes pendientes de revisión para la concesión de subvenciones sociales. Al mismo tiempo que atentaban contra el derecho a la privacidad y la confidencialidad de datos de los afectados, destruían la posibilidad de recibir una ayuda para numerosos ciudadanos. En el caso de María, que convive con su anciana madre, a la que cada vez le resulta más difícil cuidar, tiene que volver a presentar toda la documentación, justo cuando estaba a punto de recibir la ayuda económica que le permitiría contratar a alguien por horas para atender a su madre. Pero esta nueva huelga le impedirá hacerlo hoy, como tenía pensado, y alargará el plazo de su solicitud.

Esa mañana, María no solo llega tarde al trabajo, sino que además llegan a sus oídos unos terribles rumores. Se avecina una nueva venta de la compañía. Posiblemente, eso traiga aparejado otro expediente de regulación de empleo, el tercero. Los empleados, a expensas ya no de la cúpula directiva, sino de las altas esferas de la empresa, ven oscilar su estabilidad laboral, a expensas de los intereses de los accionistas, que compran y venden para ganar más dinero, sin preocuparse por lo que eso implica para la gente que mantiene vivo el negocio que le ha permitido lograr esos beneficios. De nuevo, María ve peligrar su puesto. Probablemente, la empresa, en la que habían invertido instituciones locales, finalmente caiga en manos de alguna internacional. Y el Estado no se opondrá, tampoco ningún organismo regional ni provincial. Ni siquiera, lo que es aún peor, las autoridades locales impedirán que desaparezca una empresa que ha sido tan importante para la ciudad y que da de comer a un buen número de ciudadanos. Sólo importan las ganancias.

El padre de María murió lleno de indignación, porque no entendía que la sociedad actual, tan sofisticada y avanzada, no fuera capaz de dar un trabajo seguro de por vida, como el que él tenía, a una trabajadora culta, entregada y voluntariosa como su hija. ¿Para qué servían entonces los estudios y los sacrificios personales?

María no es tonta. No hace falta leer la prensa o ver las noticias (de hecho, es mejor no hacerlo) para comprender lo que está pasando en el mundo, lo que está volviendo tan difícil la vida para todos. Es algo que se ha apoderado de nuestras ciudades, de nuestros países, de nuestros sueños y nuestras ilusiones. Es algo que lo vuelve todo homogéneo, que ha uniformizado los lugares por los que ha ido pasando. Los países han perdido su soberanía, no tienen poder sobre su propia industria, su economía o la publicidad; todo llega de fuera, desde las naciones más fuertes. Tanto es así que el patriotismo se ha desvanecido. Si todo es igual, ¿quién va a amar el sitio donde nació, su lugar de origen?

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