miércoles, 9 de enero de 2008

Colaboraciones: Minicuentos de Alfredo Álamo

Alfredo Álamo es un autor valenciano dedicado de lleno a la literatura fantástica. Lleva tiempo deleitándonos con sus poemas absurdos (dicho así por él mismo, que conste), sus relatos siniestros (le encanta el terror, el de verdad) y sus minicuentos irreverentes (tan asombrosos como los de Max Aub). Con algunos de ellos ha logrado varios galardones, como algún que otro Ignotus de la AEFCFT.

Le conocí hace dos años, durante la HispaCon 2006 que se celebró en Dos Hermanas, Sevilla. Desde entonces mantenemos contacto a través de la Red (internet, vamos). Podéis seguir sus desvaríos, logros y fracasos en su blog, Los monstruos felices. Ah, no os perdáis la simpática tira cómica que guioniza, La Legión del Espacio, de la que hace poco Grupo AJEC ha publicado un tomo recopilatorio.

De la obra Miniloquios y Cementerios, Alfredo ha extraído los siguientes minicuentos para cedérmelos en esta colaboración:

La hija del embalsamador nunca había usado maquillaje hasta aquella noche.

—Dime, ¿cómo es el más allá? —preguntó desconsolada la viuda, arrojada sobre la lápida de su difunto marido.
—Sabe a pollo —contestó alguien desde la tumba

Los duendes hambrientos esperaron su momento agazapados bajo la cama. Cuando ella despertó, estaba sola. Otra vez.

—Bonito abrigo de piel, Caperucita —dijo el leñador, guiñándole el ojo a la joven niña.
Claro que eso fue antes de la siguiente luna llena.

—Está menos frío de lo que esperaba —dijo la muchacha, separando sus labios de los del cadáver.
—Entonces, servirá —concluyó su padre, bajándole los pantalones.

El líquido de embalsamar no sabe a caramelo.


De Minicuentos navideños ha seleccionado los siguientes para incluirlos también aquí:

Los reyes magos encontraron al mesías reencarnado. Gaspar lo asfixió con una almohada mientras los otros dos vigilaban. Dos mil años de maldición eran más que suficiente.

Al niño malo le volvieron a traer un saquito de carbón. Por fin tuvo suficiente como para prender fuego a la casa.

La niña dejó entre las manos de su difunto padre una serpentina de colores. Horas más tarde, a seis pies bajo tierra, alguien murió atragantado entre sonoros pitidos.

-¿No la escuchan? ¡Está ahí! -dijo el enfebrecido asesino, levantando la tabla del suelo que ocultaba, a los ojos de los policías, la ensangrentada campana que el viejo Klaus utilizaba para atraer a los niños.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buen artículo, felicitaciones.

Anónimo dijo...

Me gustaría leer algo más, me atrae el estilo..

José Angel Muriel dijo...

Puedes leerle en su blog.