Francisco Javier Illán Vivas nació en Molina de Segura, España (1958). Es diplomado en Criminología y actualmente ejerce como vicepresidente de Azahar Media, que edita VegamediaPRESS y su sitio digital: vegamediapress.com. Es poeta, pero también contador de historias. Nuestros caminos se cruzaron hace dos años debido a su novela La Maldición, primera entrega de La cólera de Nébulos (2004), y a la afición que compartimos por la literatura fantástica. Esta relación se ha vuelto más intensa en los últimos meses, porque hemos empezado a coincidir en más sitios (virtualmente hablando).
Ha publicado también Con paso lento, Nausícaä (2003), Dulce Amargor, Ayuntamiento de Molina de Segura (2005), y Crepusculario, J.I.-VMPress (2007). En 2007 se le incluyó en la antología II Jornadas de poesía sobre el Segura, editado por la Asociación Cultural Pueblo y Arte, de Cieza (Murcia). Sus relatos y cuentos han aparecido publicados en diferentes antologías -La casa de mi madre está incluido en Con la pluma a cuestas: catorce escritores desde La Rioja, Dossoles (2004); La estatua del santo en Cuentos, Ayuntamiento de Molina de Segura (2006)-, y en diferentes revistas en papel, entre ellas Ágora, papeles de arte gramático. En internet sus poemas y relatos han aparecido publicados en Revista Literaria Baquiana, en Estrellas Poéticas, en Revista Literaria Remolinos y en Revista destiempos. Hace poco, le pedí un texto para esta sección y Francisco Javier seleccionó con tal motivo este relato:
Viento, viento
Que no está muerto lo que yace eternamente,
y con el paso de los evos, aún la muerte puede morir.
H.P. Lovecraft
Lo primero que recuerdo es el viento, como si alguien se hubiese dedicado a sembrar el viento de las futuras tempestades. No sé por qué, es un misterio insondable. Pero incluso en el delirio debe tener un motivo. El viento gemía en todas direcciones, e inyectaba en mi cerebro, a través de los castigados oídos, ecos de voces sepulcrales. Ruidos sordos, cuyo origen no conseguía reconocer. Voces que ululaban en mis oídos, en un tormentoso cóctel cacofónico, que me llevó a preguntarme si tendría protervia, e, inocente de mí, me contesté que no.
Cierto era que me sentía abstruso, que esos extraños ruidos sordos sonaban con cierta asiduidad en mi mente, convertida en las últimas fechas en un caótico remolino. Los compañeros del trabajo, todos, insistían en que debía tomarme unas vacaciones, que estaba estresado y otros epítetos que gratuitamente se atrevían a regalarme, como si yo necesitase que los demás se metieran a ingenieros de mi bóveda craneana, auténtico cóctel de sensaciones inextricables.
¿Pero cómo iba a tomar vacaciones en un momento como aquel, donde mi responsabilidad- ¿quién inventó esta tosca palabra?- me exigía estar al frente de los acontecimientos que estabamos viviendo?
El horrísono me acompañó con su alucinante voz desde Murcia a Molina de Segura, no recuerdo ni tan siquiera conducir, pero no era la primera vez que esa circunstancia se producía. Estaba viviendo días aciagos, de sensaciones tan frías como témpanos, a pesar de que yo sudaba continuamente. ¡Qué agrestes recodos, que sinuosos caminos escogía mi cerebro para atormentarme!
Inevitablemente tuve que llegar y aparcar el vehículo. Subí la empinada calle y entré en casa. ¡Qué amargo momento cuando introduje la llave en la cerradura! Escuché el silencio de la inmensidad, aquel sonido ruidoso de los espacios gigantescos, era como si yo hubiese encogido o la casa crecido a tamaños desproporcionados. Todo era gigante para mi embotado cerebro, avancé hasta el salón y con gran esfuerzo conseguí sentarme en el sofá.
La ventana quedaba a mi izquierda.
Entonces me di cuenta que estaba aterido de frío. Nuevamente se agudizó la insufrible ansiedad que me abrumaba el alma. Sentí como si el corazón se me corrompiese en apestosos abismos.
Aquello fue apareciendo ante mí y materializándose, ocupando el lugar de la mesacamilla. Al principio era un diminuto punto flotando en el ambiente, ante mí. Con los ojos inyectados en sangre, hubiese matado a quien jugaba con mi destino y me llevaba a aquella insufrible agonía, a aquel dolor que se iba apoderando de mis sentidos, de mi entendimiento, que me arrancaba las pocas ganas de vivir que tenía. Odiaba. Odiaba todo cuanto me rodeaba, odiaba la ropa, odiaba el sofá, la ventana, la habitación, la casa, y conforme ese encono iba creciendo en mi alma, el punto flotante aumentaba de tamaño, fijo siempre a la altura de mis ojos, ennegreciendo lo poco que podía ver.
¿Qué era aquello, el Espejo Último o la Puerta de la Verdad o el Arco del Silencio?. ¡Y el viento! ¿De dónde salía aquel viento? Viento que gemía, trayendo los ya odiosos ecos de voces blasfemantes, voces que ululaban en mi conciencia, que se convirtieron en tambores, tambores que empujaban al silencio, acercándose a cada golpe, retumbando mis tímpanos hasta casi hacerlos estallar.
¡Y todo se iba volviendo negro! El círculo ante mis ojos tenía ya más de un metro de diámetro, y seguía creciendo. Sé que tenía frío, pero sudaba, y mi sudor era hediondo como un albañal. Me temblaban las manos, que seguían aferradas a mis rodillas como garras que las veía a una pasmosa distancia, la magia o lo que fuese deformó mi mente, y tuve la sensación de perder el equilibrio. Se me cerraron los ojos, ¿o ya los tenía cerrados? y sentí que caía inconsciente al suelo tras intentar agarrarme a cualquier cosa.
El círculo abarcaba todo cuanto podía ver. Una bostezante negrura de la cual ya no podía asegurar dónde estaba su centro, perdí la perspectiva. Sé que hubo un instante en que un rayo de luz cruzó por delante de mis ojos, entre aquella puerta y yo, como una centella, como un cometa sideral que intentó rescatarme, pero nada podía sacarme del lugar donde me encontraba.
Las voces me llamaban, pero yo no veía nada. Estaban allí, delante de mis ojos, quejidos, ayes, cacofonía, horrísonos como llamando.
Me dije a mi mismo que debería escudriñar la oscuridad y vi unos ojos tan fríos como el hielo. Avancé, avancé, sabiendo que la muerte me esperaba con los brazos abiertos. Sabía que si continuaba en esa dirección iba a morir.
Inesperadamente surgieron unas manos, ¡Dios!, las más abominables de las manos, que con una velocidad desconocida entre los vivos, me cogieron y sentí, más que el movimiento físico de las aborrecibles manos, como si me absorbieran.
¡Y el dolor!
Nunca he sufrido tanto como en aquellos abominables días. Lo primero que vi fue una garra de huesos que aferraba un punzón, y con la furia del horror me lo clavó en el ojo derecho. Después una mano con miles de verrugas, queloides, protuberancias, se acercó hasta mi ensangrentado rostro, desde donde descendió hasta el pecho. Me atravesó carne y huesos, y con un deleite de espantosa lentitud, me arrancó el corazón, aplastándolo entre sus dedos ante mi cara, escurriendo la vida que en él quedara. Me mordieron, me rajaron, hurgaron en mis entrañas, me despellejaron, me arrancaron el otro ojo con el punzón para provocarme el mayor sufrimiento posible; alguien o algo me arrancó los dientes uno a uno mientras me retorcía los testículos con un hierro candente. Temblé, salté, corrí escapando de aquella hoguera de dolor, pero me volvían a coger y estrujarme, recreándose en quemarme cada átomo de mi cuerpo, y para hacer más insufrible el padecimiento, nunca se acababan los dientes, ni los ojos, ni los testículos, ni las tiras de mi piel, ni los huesos que roer con dientes astillados.
Grité, grité, grité hasta que volví a sentir el viento, el viento.
Cuando ya el miedo me había corroído la razón, supe que durante tres días no moví ni un músculo, que permanecí sentado en el sofá en la misma posición en la que me dejé caer cuando llegué. Y la gran mayoría de las abominables sensaciones que viví las he olvidado, por que sufrí un miedo demasiado oscuro y misterioso como para que mi cerebro sea capaz de aceptarlo.
© Francisco Javier Illán Vivas
2 comentarios:
Hola.
Muchas gracias por publicar este relato en tu bitácora.
Saludos.
Gracias a ti, amigo.
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