lunes, 4 de diciembre de 2006

Reflexiones de un ególatra: La manzana de la discordia

Hace poco, una amiga a la que conocéis muy bien, Nelly, en uno de sus entretenidos juegos, me comparaba con Paris, pero con el Paris justo y práctico al que las diosas ponían en el compromiso de elegir a la más hermosa de entre ellas. Él apostó por la virtud y el amor. Pensándolo fríamente, a mí me gustaría poder hacer lo mismo si me tocara representar el mismo papel.

La manzana dorada que la ofendida Eris, la diosa de la discordia, lanzó en medio de la boda de Tetis y Peleo se utilizó como símbolo de la terrible decisión. Y me recuerda la manzana en la que hundieron sus dientes Adán y Eva. No me cabe duda de que fue primero Adán quien lo hizo y que algún interesado nos contó la historia al revés. Decían que era el fruto del Árbol del Conocimiento, pero, en realidad, ¿no sería esta manzana la de la discordia? Desde entonces, todos nosotros condenados, qué mal nos han ido las cosas, con tanta ira y tanta rabia. ¿Será ése el pecado original, el castigo del eterno malentendido y la furia incontenida?

Mientras conducía mi coche hace un rato, he visto a un motorista que iba en sentido contrario cruzar la línea continua que separaba mi carril del suyo. Ha estado a punto de estrellarse con el vehículo que iba delante y que le ha hecho señales para advertirle del peligro de su acción. Una vez superado el obstáculo sin consecuencias, el motorista, ni corto ni perezoso, en lugar de disculparse, se ha vuelto hacia el automovilista que había tocado educadamente el claxon, para insultarle con todo tipo de horribles improperios. Ha sido tan emocionante para él este instante de tensión que ha perdido por un segundo el control haciéndome temer que iba a colisionar con mi coche recién estrenado. Pero, afortunadamente, ha pasado también de largo, reincorporándose a su carril.

Sin embargo, me ha sorprendido la capacidad que tenemos para transformar la vergüenza ante nuestros errores en descarga colérica contra los demás, que no tienen culpa de nada. Y he pensado que eso mismo debió sentir Adán cuando le ofreció la manzana a Eva, sabiendo de su error y pagando con una pobre inocente la furia que sentía hacia sí mismo. Lo siento, en ese papel sólo veo a Adán. Imaginaciones mías, supongo. Conclusión: transformamos la vergüenza del error en cólera contra los demás.

Antes me parecía más a Paris e impartía ecuanimidad con mi palabra y diplomacia entre aquellos que se peleaban a mi alrededor, logrando devolverles al equilibrio. Cada vez, eso se me hace más difícil. Cuanto más adultos somos, más imposible resulta hacer reaccionar a la gente para que se calme y olvide las ofensas. Soy un Paris frustrado, un Paris que querría no crecer, como Peter Pan, si en ello fuera la permanencia de ciertos valores y principios.

¿Y cuando no se trata de desconocidos? La discordia entre amigos, entre hermanos, entre padres e hijos, ¿no es al fin y al cabo el resultado de un choque de egoísmos? Todos somos egoístas, en mayor o menor medida (todos, sin excepción). Los menos egoístas son capaces de ceder. Los más egoístas son incapaces de escuchar y comprender. Da igual, seguramente la intensidad con que se aman mutuamente es la misma. Pero la discusión, el altercado surge porque hay amores egoístas enfrentados, unos más fuertes que otros. El amor siempre es egoísta, siempre espera recibir. ¿Qué sentido tendría amar si no se recibe? Sucumbiríamos si no fuera así. El mundo dejaría de existir. Necesitamos saber que nuestros sentimientos tienen respuesta, necesitamos una compensación para el esfuerzo que supone expresar nuestro afecto, nuestro cariño. Y a veces eso implica pasar por los caminos de la discordia.

Si ahora tuviera la manzana de oro en mi mano, también se la daría a Afrodita. El amor debe imperar. El amor con raciocinio. ¿Dónde estás, inteligencia emocional, que casi nadie te encuentra?

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